Unos años atrás, mi madre y yo apenas nos hablábamos. Nuestra relación era buena pero éramos estrictamente familia: personas que se quieren sin tener con qué quererse. Veíamos pelis, de vez en cuando comíamos juntos. Pero nuestras conversaciones no iban más allá de quitarle el polvo a los temas de siempre. Ahora es distinto. Desde que murieron mis abuelos, mi madre y yo hablamos porque hablamos de ellos. Los recordamos, le dibujamos al otro nuestras fotos mentales y entretejemos nuestras versiones de los hechos. A veces los sentimos tan cerca que parece que, a pesar de estar muertos, nuestros muertos nos unieran estrechándonos la mano, para formar un círculo que nos recuerda que somos parte de algo.