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Mostrando entradas de abril, 2019

Comensales invisibles + El pueblo metido en la casa

1 Comensales invisibles Ni mi madre ni yo hemos aprendido nunca a cocinar solo para dos. Hace años que cocinamos solo para nosotros, y aun así siempre nos termina sobrando demasiada comida. ¿Por qué? ¿Por qué vamos echando manojos de espaguetis o puñados de arroz y siempre tenemos la sensación de que es muy poco y hay que añadir más? ¿Será por eso que llaman memoria muscular ? ¿Acaso echamos al agua hirviente manojos de espaguetis y puñados de arroz como si aún vivieran mi abuelo y mi abuela? A veces, después de comer, me fijo en las ollas aún medio llenas y pienso ahí está otra vez, Iván, la comida que sobrará,  la comida que habrá que tirar a la basura porque al parecer,  no has podido resistirte  a cocinar otra vez para tus comensales invisibles. 2 El pueblo metido en la casa Siempre he pensado que la casa de mis abuelos intentaba ser un pueblo metido dentro de una casa. Tenían uno de esos relojes de péndulo que a cada hora dab

Cowabunga

En casa siempre sabemos con dos semanas de antelación cuándo va a llegar realmente la primavera. Antes de que el calor rescate con su silencioso boca a boca a la naturaleza Concha, nuestra tortuga, despierta de su hibernación. Suelo encontrármela yo, aparece arrastrándose somolienta y desorientada por en medio del salón. Parece un bebé borracho, o una de esas víctimas a las que hieren en una pierna en las pelis de terror y trata, a rastras, de alcanzar esa pistola que podría salvarla de su agresor. Aunque todavía hace frío, cuando me encuentro con Concha en medio del salón grito: ¡CONCHA HA VUELTO! La casa entra en un estado de gran revuelo: Mi madre sube al desván para buscar el terrario y yo bajo comprarle endibias, lechuga y otras plantas que siempre le han gustado mucho a mi tortuga. A veces le acaricio el caparazón y le susurro obscenidades mitológicas: Tú, Concha, eres como Perséfone pero estás más buena: pasas la mitad del año conmigo, des

Acumulamos odio

Cuando era adolescente se me ocurrió el macabro juego de preguntarle a mis amigos: ¿a qué tres personas matarías?  En aquel entonces casi todo el mundo me miraba mal. Mi pregunta no hacía gracia y casi nadie respondía. Unos años más tarde, atascado en la veintena, volví a hacer la misma pregunta: ¿a qué tres personas matarías? Entonces mis amigos empezaron a rascarse la cabeza y a pensar mucho. Al final decían un par de nombres, luego rectificaban y dejaban solo uno; uno que pronunciaban con decidida rotundidad. Ahora que pasamos de los treinta he vuelto a formularles la misma pregunta: ¿a qué tres personas matarías? Casi todos me han respondido con tres nombres enseguida.