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Cowabunga

En casa siempre sabemos
con dos semanas de antelación
cuándo va a llegar realmente la primavera.
Antes de que el calor
rescate con su silencioso boca a boca
a la naturaleza
Concha, nuestra tortuga, despierta de su hibernación.

Suelo encontrármela yo,
aparece arrastrándose
somolienta y desorientada
por en medio del salón.
Parece un bebé borracho,
o una de esas víctimas
a las que hieren en una pierna en las pelis de terror
y trata, a rastras, de alcanzar esa pistola
que podría salvarla de su agresor.

Aunque todavía hace frío,
cuando me encuentro con Concha
en medio del salón grito:
¡CONCHA HA VUELTO!
La casa entra
en un estado de gran revuelo:
Mi madre sube al desván para buscar el terrario
y yo bajo comprarle endibias, lechuga
y otras plantas
que siempre le han gustado mucho a mi tortuga.

A veces le acaricio el caparazón y le susurro
obscenidades mitológicas:
Tú, Concha, eres como Perséfone
pero estás más buena:
pasas la mitad del año conmigo, despierta,
y la otra mitad
hibernas en el inframundo
que hay debajo de nuestro sofá.
 
Y ese es el único viaje
que Concha hace:
el de dormir y el de despertar.
Porque mi tortuga es como yo,
odia viajar.

El día en que fui a la tienda de animales
y la compré para traerla a esta casa
llenó de caca
la caja de cartón
en donde la transportaba.

Si yo pudiera haría lo mismo:
cada vez que me obligasen a viajar
protestaría haciéndome caca encima
en el avión, en el tren
o en el autocar.

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