Yo soy hijo de padres divorciados. De esos que te quieren pero no se quieren. O más bien diría, de esos que no te odian, pero se odian. Yo he escrito cartas a los Reyes Magos pidiéndoles como regalo que mis padres no se divorciaran. He mantenido con Dios más diálogos pidiéndole que mis padres no se pelearan, que pidiéndole que este o aquel dolor no resultara ser ningún cáncer. Recuerdo a mis abuelos viniendo a las tantas a buscarme a casa para llevarme con ellos mientras mis padres se insultaban. Tengo millones de postales mentales de esos viajes en mitad de la noche: mi abuela me cogía de una mano y mi abuelo me cogía de la otra, sus alianzas refulgían a mi alrededor con la luz de las farolas. Yo caminaba extasiado, saliendo del asombro de haber visto a mis padres convertidos en dos animales que solo querían romperse el corazón. Cuando por fin llegábamos a su casa, mis abuelos hacían siempre lo mismo: mi abuelo me daba uno de sus pijamas y mi abuela me preparaba la cama. Al rato, desp