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Mostrando entradas de 2022

Futurismo

A mis 37 años puedo decir de mí que soy un hombre incólume. No formo parte de ese segmento de la población al que a la mínima que le falla algo se llena de terrores bíblicos. Me atribuyo el mérito de haber sabido pavimentar toda mi nostalgia para hacerla, digamos, más practicable. Vivo en un pueblo con aviones en el que el cielo es un cosmético salvaje de naves que vuelan en direcciones opuestas para dibujar bigotes de ratón. A veces muero a pesar de ser incólume. Muero pero mis muertes son solo excursiones al averno para hacerle una caricia a mi abuelo. Después regreso a esta vida de los vivos y pienso en que lo único que de verdad quiero es irme a vivir lejos con Andrea, para finalmente reencarnarnos en dos gatos tranquilos. O quizá, pronto, después de una guerra, o después de alguna explosión, nuestra juventud vuele por los aire y nos convirtamos en dos viejos sabios que les dan medio diazepam a los perros para que no se asusten con los petardos o con los ruidos del fin del mundo.

Pececillos de plata

En el colegio, los niños los llamábamos ‘cortapichas’; hablo de esos bichos plateados que parecen ciempiés pequeños. En casa vemos alguno casi a diario. Andrea dice que salen de los muebles viejos de esta casa. Esta casa que compró mi abuelo, con el sueldo de la fábrica de seda en donde entró a trabajar cuando llegó del pueblo. Yo sé que algún día nos mudaremos. Algún día Andrea y yo nos llevaremos nuestro amor a otra parte. Pero mientras tanto, me resisto a hacer reformas. Me cuesta desprenderme de las cosas. Me opongo automáticamente a los cambios buenos que me propone Andrea. Por ejemplo, no soy nada partidario de suplantar a estos ancianos carcomidos, por esbeltos suecos sin alma del país de Ikea. La razón es bien sencilla. Mi padre y mi abuelo están muertos, pero puedo hablarles de ellos a estos muebles y a esta casa que encaja tan bien en el mapa de mi infancia. Yo sé que un día Andrea y yo nos llevaremos nuestro amor a otra parte. Será un sitio mejor. Estaremos hinchados de dich

La reedición de un sitio

Fíjate en lo que nos está costando el futuro: todo el presente. Yo antes quería tener hijos, pero ahora tengo miedo: de que Putin acelere el fin del mundo, o de que nos quedemos sin agua, o de que ocurra todo lo contrario y se fundan los casquetes polares y La Tierra se convierta en El Agua. Y a pesar de todo este miedo, todavía no sé si lo que me da más miedo es la posibilidad de no encontrarme nunca con una peonza en el cajón de los cubiertos. Para ir al trabajo paso siempre por delante de ‘La Granja’, el barrio en donde vivía mi abuelo. En unos pocos años el barrio se ha ido transformando tanto, que prácticamente han desaparecido todos los comercios que yo conocía y todos los vecinos de mi abuelo. Aquellos viejos que regresaban a esa redondez de los niños gordos y que me sonreían al verme llegar desde lejos, y me daban la mano, o un abrazo, o me besaban en la mejilla. Me alegra que estén muertos igual que me alegra que la panadería de ‘El Marcial’ ya no está regentada por ‘El Marcia

El abandono de las fechas

Desde que hace varios años que ha muerto mi abuelo he comenzado un proceso de abandono de las fechas. Lo sé. Sería más gramatical usar un pretérito perfecto simple. Pero como dice el chiste la muerte de mi abuelo es pretérita, pero no ha sido ni perfecta, ni simple. Quiero que llegue un momento en el que ya no sepa si ‘Enero’ es un día de la semana o un estupendo nombre para un perro. Esto no es por la tristeza. Lo prometo. Esta no es una manera de agachar la cabeza. No abandono las fechas porque quiera enterrar detrás del jardín de casa el sombrío ábaco con el que se van calculando mis males. Lo que me pasa es lo que siempre me ha pasado: Mi vida me parece mayor que la mayor de las muertes y no necesito saber qué día es, ni en qué día vivo mientras siga vivo. No celebro mis cumpleaños. Tampoco miro los décimos de lotería que me regalan. A nada aspiro. Me basta con que de vez en cuando repinten los pasos de zebra de la ciudad en donde vivo.

El avance de las llamas

El paso de una vida por el tiempo es siempre como el avance de las llamas de un incendio en verano. Todos los diarios personales deberían titularse: “El avance de las llamas”. Bah. Pasan los años y voy perdiendo puntualidad y pelo. Ya no soy joven. Da igual que no tenga arrugas, ni enfermedades, ni apenas canas. Ser joven es tener tiempo para ser una promesa. Cuando yo era joven ni siquiera tenía miedo a morir de escorbuto como un viejo marinero, a pesar de que nunca comía fruta. Y ahora, cuando ya me clarean la barba y las cejas, empiezo a dar consejos que nadie me pide mientras pierdo las vitaminas como un zumo olvidado encima de la mesa. Desde que murió mi padre me he dado cuenta de que mucha gente tiene sus mismos ojos. O los ojos de mi padre eran muy vulgares, o antes de su muerte yo apenas miraba a los ojos de la gente Este párrafo se acercaría más a la verdad con un cambio de conjunciones: Y los ojos de mi padre eran muy vulgares, y antes de su muerte yo apenas miraba a los ojos

Comida dulce fuera de la nevera

Mis abuelos eran muy graciosos y se querían mucho. En una excursión, en una de esas excursiones en la que a los viejos les regalan litros de aceite a cambio de que aguanten largas peroratas sobre duchas con hidromasaje, el autocar se les averió. Iba pasando el rato y la gente iba poniéndose de mal humor. Empezaron los murmullos sobre el conductor. Mi abuelo, como una especie de Clark Kent del humor, se escondió detrás de un árbol, se quitó toda la ropa y se hizo un taparrabos con una enorme hoja de plátano que se ató con el cinturón. Volvió a la carretera y, dando voces, anunció que aquella era una carretera india y que si no se marchaban pronto su tribu vendría y les arrancaría la cabellera a todos. 

De ese día hay fotos.
 Hay fotos de mi abuelo con un taparrabos confeccionado con una hoja de plátano mientras amonesta a sus compañeros de excursión. Cuando se hizo más mayor y ya apenas salía de su casa, veíamos películas del Oeste juntos en el canal 8 y siempre que salían los Indios

Quizá no había que matar a ese Terminator

Ni Sarah Connor ni John Connor. La otra noche soñé que Juan José Legrán e Iván Legrán (mi padre y yo) perseguíamos a un Terminator T-800 para matarlo. No sé cómo. Quizá nos envió las coordenadas el propio John Connor; la cosa es que sabíamos la ubicación exacta en donde el Terminator haría su aparición.

 Ya está. Ahí estábamos. Ahí estaban los rayos azules. Hojas de periódico empezaban a arremolinarse en espiral. El cielo se convirtió en histeria de gaviotas mientras Arnold Schwarzenegger se materializaba desnudo en mitad de un callejón. Mátalo, hijo. Me apremiaba mi padre. Yo empuñaba un lanza-misiles desde una azotea muy alta. ¿A qué esperas? ¡Dispárale ya! Dejé de mirar por la mirilla del lanza-misiles y cansado y triste empecé a escudriñar el rostro mal afeitado de mi padre. 

 ¿No te has parado a pensar que quizá este Terminator es bueno? 
 Quizá este Terminator ha venido a ayudarnos.
 Pero claro, tú solo recuerdas la película de los 80. 
La que viste cuando eras joven y acababas

Polimorfia 16

Supongo que hoy hemos sido un par de zebras. Los coches nos dejaban pasar, y los conductores nos miraban atónitos.

Polimorfia 15

Hoy las circunstancias nos han empujado a ser dos camaleones. Hemos conseguido  que el otro se pusiera negro y, encima,  nos hemos sacado la lengua.

Una vela blanca

No me gusta sonreír en las fotos. Defiendo que no hay por qué hacerlo. Sonreír para alguien es redondear hacia arriba, dándole el gusto al más superficial de los autores. Siempre hace demasiado viento como para sonreír en las fotos, por eso siempre que van a hacerme una miro directamente al fotógrafo y con gran seriedad le digo: PA. TA. TA o: LUUUU. IS. o, mi preferida: CLI. TO. RIS. Así, por lo menos, hago que los demás se rían. Los mejores retratos que tengo en mi casa son de mi abuelo mirando muy serio a cámara, y de mi padre poniendo esa cara de desprecio que se les queda para siempre a los niños que nunca tuvieron un perro. Quiero volver a soñar. A soñar con lo que sea. Pero últimamente solo duermo el sueño intranquilo de los mortales. Es muy difícil ser una persona. Es muy difícil cuando te das cuenta de que el paso del tiempo es como tratar de dar fuego de cobertura para que el alma intente pasar por entre las balas. Quiero volver a soñar con que triunfo.  Con que doy discursos.

Crecer raro

Yo fui un niño que creció raro. No crecí de golpe, súbitamente, como sí lo hicieron todos mis amigos. A todos ellos les pasó lo mismo: una semana se pusieron malos, no asistieron a clase, y cuando regresaron lo hicieron convertidos en adolescentes espigados. Pero yo no. Yo fui un niño sin estirón. Yo crecí despacio, imperceptible y predeciblemente. Yo le guardaba cierta mirada doméstica a todo y por eso empecé a escribir. Y por empezar a escribir empecé a ser el rey de muchas cosas fútiles. No estudié lo que tenía que estudiar. No orienté mi vida como debería haberla orientado y ahora soy un hombre arrepentido que sonríe con un libro en las manos.

De puntillas

Estoy pasando de puntillas por sobre la muerte de mi padre. Supongo que no quiero hacer ruido. No quiero despertar ninguna fuerza ni caerme por ningún abismo.  Me digo que me da igual que este hombre se haya muerto. Y es cierto. Me da igual que haya fallecido este último padre mío. Este padre mío que se parecía tanto a una tortuga: calvo, fuerte, sin dientes y con una lentitud que se parecía demasiado a la tristeza. Hoy los de la funeraria me han enviado un sobre con sus pertenencias: solo había un reloj y una cartera con una foto de su madre y con otra foto de él sonriendo ante la cámara. Una foto de él tomada antes de que le ocurriera todo: antes de ir a la mili y de perder el pelo y de casarse con mi madre y de ser mi padre y de perder a mi madre y de perder su empleo y de perder todos sus dientes y de perdernos a todos y de perdérselo todo. Estoy pasando de puntillas por sobre la muerte de mi padre porque me da igual que este último padre mío haya muerto, pero no me da igual que ha

Una de tantas

A los 40 años mi padre dejó de sonreír en las fotos. Internet. Las ofertas de trabajo para las que era obligatorio saber inglés. La urbanización de la Trinitat Vella, el barrio en donde creció y en donde le gustaba quemar rastrojos con los vidrios rotos de las Xibecas que los golfos del barrio dejaban tiradas por la hierba. Hace tanto que presiento la muerte de mi padre. A los 50 años se quedó sin dientes y yo era el único que le creía cuando nos decía que no le gustaba comer ni sonreír con la dentadura postiza. Llevo tanto tiempo presenciando la obsolescencia programada de una persona. Su modo de dejar de funcionar. Su modo de volverse incapaz para todo. Mi padre. Mi padre. Mi padre lleva 20 años siendo el principal sospechoso de su propio asesinato. Por eso yo lo he matado tanto. Por eso he visto tantas veces sus labios azules y su cara blanca. Por eso lo he enchufado a una máquina de hospital. Por eso le he puesto un batín de enfermo  y he aplanado  las montañas de su electrocardiog