A mis 37 años
puedo decir de mí
que soy un hombre incólume.
No formo parte
de ese segmento de la población
al que a la mínima
que le falla algo
se llena de terrores bíblicos.
Me atribuyo el mérito
de haber sabido pavimentar
toda mi nostalgia para hacerla, digamos,
más practicable.
Vivo en un pueblo con aviones
en el que el cielo
es un cosmético salvaje
de naves que vuelan en direcciones opuestas
para dibujar bigotes de ratón.
A veces muero a pesar de ser incólume.
Muero pero mis muertes
son solo excursiones al averno
para hacerle una caricia a mi abuelo.
Después regreso a esta vida de los vivos
y pienso en que lo único
que de verdad quiero
es irme a vivir lejos con Andrea,
para finalmente reencarnarnos
en dos gatos tranquilos.
O quizá,
pronto,
después de una guerra,
o después de alguna explosión,
nuestra juventud vuele por los aire
y nos convirtamos
en dos viejos sabios
que les dan medio diazepam a los perros
para que no se asusten con los petardos
o con los ruidos
del fin del mundo.
puedo decir de mí
que soy un hombre incólume.
No formo parte
de ese segmento de la población
al que a la mínima
que le falla algo
se llena de terrores bíblicos.
Me atribuyo el mérito
de haber sabido pavimentar
toda mi nostalgia para hacerla, digamos,
más practicable.
Vivo en un pueblo con aviones
en el que el cielo
es un cosmético salvaje
de naves que vuelan en direcciones opuestas
para dibujar bigotes de ratón.
A veces muero a pesar de ser incólume.
Muero pero mis muertes
son solo excursiones al averno
para hacerle una caricia a mi abuelo.
Después regreso a esta vida de los vivos
y pienso en que lo único
que de verdad quiero
es irme a vivir lejos con Andrea,
para finalmente reencarnarnos
en dos gatos tranquilos.
O quizá,
pronto,
después de una guerra,
o después de alguna explosión,
nuestra juventud vuele por los aire
y nos convirtamos
en dos viejos sabios
que les dan medio diazepam a los perros
para que no se asusten con los petardos
o con los ruidos
del fin del mundo.