Da igual que acabara de ducharme, que me pusiera mi mejor ropa y que me echara un buen chorro de colonia. En el entierro de mi abuelo, todos me recuerdan como si mi trajera estuviera lleno de agujeros de bala. A mí no me parecía que se hubiera quedado dormido: los de la funeraria cometieron el error de enterrarle sin gafas, desnaturalizándolo, sumergiéndolo en una siesta de porcelana que era imposible que se pareciese a la vida. Más bien, mi abuelo muerto se parecía al hipersueño de los astronautas en las películas de ciencia ficción, cuando les congelan para que su periplo sea más corto, y, sin embargo, todos saben que algo pasará y se fastidiará el viaje. Además de eso, yo sabía por la serie de A dos metros bajo tierra que a mi abuelo seguramente le habían quitad la dentadura postiza y le habían rellenado la boca con algodón. Delante de su féretro, me vino un pellizco de sonrisa y de ganas de contarle a mi abuelo que por su culpa me estaba acordando de Marlo Brando en El Padrino en m