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Mostrando entradas de junio, 2020

Cosme, el tiburón

Últimamente, Andrea duerme abrazada a un tiburón de peluche que le regalaron sus compañeros de piso. Le pusimos de nombre ‘Cosme’ porque los tiburones tienen esa boca enorme que parece hecha expresamente para ‘cosmer’ buzos y aspirar peces. Cuando miro a Cosme, recuerdo que los tiburones de los documentales, lejos de parecerme feroces, siempre me dieron la impresión de ser como niños sin amigos que nadan tristes mientras suplican una ortodoncia.

Poetas

Existen dos tipos de poetas: los viejos y los jóvenes. Los viejos escriben como caballeros con el traje recién planchado. Y los jóvenes como animales  que intentan marcar la poesía con su propia orina.

Convirtiéndome en ellos

Acabo de hacerme miembro de ese selecto club de gente que presiente la lluvia en su propio cuerpo. En mi infancia siempre me parecía cuento que mi madre se llevara las manos a la rodilla y nos dijera con voz quejumbrosa: Va a llover. El otro día fui yo quien se llevó las manos a las cervicales y con una voz todavía más parecida a la de mi madre, le dije a Andrea   que no saliera  sin paraguas a la calle. Hace poco estaba en un bar con un amigo. Él me contaba algo importante sobre su vida y yo apoyaba mi cara pinchándome la mejilla izquierda en el dedo corazón de la mano izquierda. Mi amigo continuaba hablando y yo le escudriñaba achicando los ojos y asintiendo. Y entonces supe que mi rostro se estaba superponiendo al rostro que siempre adoptaba mi padre cuando escuchaba a sus amigos en los bares. Esa cara que él ponía siempre de hombre que se quedaba sin paisajes mientras se metía completamente en lo que le estabas explicando.

¡QUIERO MI PURO!

Después de más de 640 páginas. Después de haberme montado en tantas y tantas máquinas del tiempo. Después de haber movilizado incluso a gente del otro barrio para que comparezca aquí ante vosotros (he resucitado a mi abuelo en más de 45 veces para que me acompañe en estos poemas). Creo que me merezco cruzar las manos detrás de la nuca, poner encima de la mesa mis botas y fumarme un buen puro a la espera de nuevas sombras. 

El día de su entierro

Da igual que acabara de ducharme, que me pusiera mi mejor ropa y que me echara un buen chorro de colonia. En el entierro de mi abuelo, todos me recuerdan como si mi trajera estuviera lleno de agujeros de bala. A mí no me parecía que se hubiera quedado dormido: los de la funeraria cometieron el error de enterrarle sin gafas, desnaturalizándolo, sumergiéndolo en una siesta de porcelana que era imposible que se pareciese a la vida. Más bien, mi abuelo muerto se parecía al hipersueño de los astronautas en las películas de ciencia ficción, cuando les congelan para que su periplo sea más corto, y, sin embargo, todos saben que algo pasará y se fastidiará el viaje. Además de eso, yo sabía por la serie de A dos metros bajo tierra que a mi abuelo seguramente le habían quitad la dentadura postiza y le habían rellenado la boca con algodón. Delante de su féretro, me vino un pellizco de sonrisa y de ganas de contarle a mi abuelo que por su culpa me estaba acordando de Marlo Brando en El Padrino en m

Trastorno alimenticio

Escribir es como sufrir algún tipo de trastorno alimenticio. Soy como uno de esos vigoréxicos que se pasan todo el día delante del espejo examinando el estado de sus músculos. Yo peso con exactitud los gramos de imaginación que he logrado en cada poema. Intento percatarme de si he estado subiendo o bajando el tono. Me fijo en si he puesto el foco en el paso del tiempo, el amor o la muerte o si, por suerte, he logrado escaparme de esos vértigos, por un instante, deteniéndome en algún recuerdo desconchado o expandiendo alguna anécdota divertida. Sé que de un tiempo a esta parte he rebajado la gravedad de mis poemas. Ahora hablo de pan. De caracoles. De mi madre  encendiendo velones y salmodiando encantamientos para protegernos a todos. Por eso dirimo conmigo mismo  sin parar sobre si me estoy convirtiendo en un poeta pequeño o bien sigo siendo  un gran poeta que ahora se fija más en lo pequeño.

Nunca recitéis mis poemas

Recuerdo que cuando hacía la carrera mis amigos me invitan a recitales de poesía. Vente. Seremos poquitos. Es en una librería muy cuca, y además vendrán otros poetas. No asistí con ellos nunca a ningún recital. Ni nunca di mi brazo a torcer leyendo en voz alta mis poemas. Pienso que recitar poesía es como subir una foto de comida a Instagram. En cambio, quedarte en casa leyendo, con la poesía a solas, es como llenar una cuchara con comida y llevártela a la boca.