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Mostrando entradas de 2021

Ha muerto mi tía Anna

Ayer por la mañana, mi padre se encontró tirado en el suelo del salón de su casa el cuerpo sin vida de mi tía Anna. El muy cabrón no me llamó hasta última hora de la tarde, cuando por fin logró espantar a los cuervos espantosos que debieron intentar picarle en los ojos durante toda la mañana. Yo llevaba sin ver a mi tía más de diez años. Solo recuerdo dos cosas de ella: La primera es que cuando yo era pequeño me visitaba mucho: Me contaba cosas de la familia mientras yo hacía dibujos. Después me pellizcaba en la mejilla, y me pedía que la dibujara a ella, pero yo siempre le respondía yo solo dibujo animales.  Lo otro que recuerdo es que por los días en los que venía a verme ella trabajaba en una fábrica de paraguas. Yo era tan pequeño y tan idiota que pensaba que eso se t

Nuestros muertos

Unos años atrás, mi madre y yo apenas nos hablábamos. Nuestra relación era buena pero éramos estrictamente familia: personas que se quieren sin tener con qué quererse. Veíamos pelis, de vez en cuando comíamos juntos. Pero nuestras conversaciones no iban más allá de quitarle el polvo a los temas de siempre. Ahora es distinto. Desde que murieron mis abuelos, mi madre y yo hablamos porque hablamos de ellos. Los recordamos, le dibujamos al otro nuestras fotos mentales y entretejemos nuestras versiones de los hechos. A veces los sentimos tan cerca que parece que, a pesar de estar muertos, nuestros muertos nos unieran estrechándonos la mano, para formar un círculo que nos recuerda que somos parte de algo.

Ser querido

Ya no necesito que todos mis poemas sean brillantes. Ya solo aspiro a ser para vosotros una conversación con un ser querido. Empiezo a vislumbrar que la buena poesía es como una serie mala con un buen protagonista.

Esperando a que ocurra

Delante de la pantalla del ordenador, estoy esperando a que ocurra el milagro. Andrea está en la habitación de al lado, y aunque está viendo la tele, también está esperando a que ocurra el milagro. Porque si un día no ocurre, si un día me quedo sin escritura, dejaré la espita del gas abierta y dejaré que todo este desasosiego se libere ante mis ojos. Si algún día dejo de escribir me perderé en mi edad. Una noche terca crecerá en mi interior y no valdré nada. Solo esto. Solo escribir me hace ser

Migajas de un mundo viejo

El otro día vi por la calle a un niño que llevaba un parche.  Dios mío, pensé:  ¿Aún quedan niños con el ojo vago? A 100 metros de mi casa está la que creo que debe ser la última cabina de este mundo. Tiene el auricular siempre descolgado como avisando, ya de entrada, de que lleva mucho tiempo muerta. He probado a meterle monedas y nada. Siempre las oigo caer por su panza hueca hasta que las caga.

Agujero

Da igual que mi padre fuera un alcohólico y mi madre una desgraciada capaz de arrodillarse ante mí para pedirme perdón. Mi infancia fue, ante todo, preocupación por el agujero de la capa de ozono. La profesora de Naturales parecía saberlo todo sobre el Apocalipsis: lluvia ácida, efecto invernadero, y sobre todo, el agujero en la capa de ozono que haría que el sol nos enviara a todos a un hospital de niños con cáncer.

36 años

He cumplido 36 años y el cuchillo más afilado de mi casa lo guarda mi novia debajo de su almohada. No sé por qué. Quizá sea la euforia del perdedor. Pero hay algo hermoso en tener la edad que tengo y descubrir que los sueños hondean a media hasta entre lo sublime y las cosas que se van dejando pasar. Tengo 36 años y me deleito con los personajes que encuentro en el espejo cuando me afeito. Siempre me afeito igual: Primero me rasuro la barbilla y hago poses como si fuera Mr Satan de bola de Drac. Luego me voy recortando las puntas del bigote un poco más hasta parecerme a Nietzsche. Seguidamente recorto más hasta que llego a ese segundo tenso en el que frente al espejo soy Adolf Hitler. Finalmente, no sin dedicarme una sonrisa, me siego el bigote. ¿Oís el murmullo? ¿No? Yo sí. Es la máquina del tiempo. Recién afeitado vuelvo a ser el niño al que su madre dejó en párvulos con un paquete de Donuts y un beso lanzado desde la puerta. Ha ido pasando el tiempo. Andrea y yo estamos bien. Tenem

Dispongo qué hacer con mis cenizas

El otro día por teléfono mi madre volvió a insistirme en que cuando se muera no quiere que le hagan ninguna autopsia. Nada de cortarme en trocitos. Pero mama, ¿y si te asesinan? Da igual. Que no investiguen mucho. Lo justo para rellenar el informe. Vale. Yo se lo digo a la policía, tú tranquila. Después me dijo que, además de no hacerle la autopsia, lo que quiere es que traigan su cuerpo a Barcelona para que la entierren con sus padres. Mi cuerpo que lo traigan en avión. Díselo a los de la póliza. Insísteles; con la de años que llevo pagando ‘los muertos’ es lo mínimo. Cuando colgamos me quedé pensando. ¿Enterrarla con sus padres? Pero si a los abuelos los incineramos y después tiramos las cenizas al mar, en la playa del Prat. Así que ahora tengo pendiente preguntarle a mi madre qué quiere que hagamos con sus cenizas. Yo no sé qué pedirá ella, pero yo quiero que mis cenizas las esparzan también en la playa. Sin embargo, las mías que no las tiren al mar. Las mías que las tiren en la are

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Ya no me apetece nada escribir. El Covid y las constantes olas de calor (cada vez más frecuentes y más históricas) están ralentizando el metabolismo de todo lo que quiero decir. Qué pena. Yo antes venía aquí tan alegre. Yo era uno de esos pocos escritores que no temen a la página en blanco. Todo lo contrario; para mí escribir era como repartir caramelos en una fiesta de cumpleaños. Yo no era un poeta. Yo era un bañista que se tiraba de cabeza a la página en blanco. Y ahora, sin embargo, escribir me duele y me cuesta tanto. Si lo comparo con algo, por absurdo que parezca, ahora escribir se me parece mucho a tratar de arrancarle una muela a Dios. Hace 20 años, cada verano las noticias ponían imágenes de hidroaviones regando incendios. Se hacían campañas publicitarias para luchar contra el fuego. Se componían canciones pegadizas para la ocasión, como aquella en la que un montón de gente se daba la mano mientras cantaba ¡Todos contra el fuego! Como si el fuego fuera la ETA que asesina mont

La sociedad de los demonios de ojos rojos

Con 10 años no sabía que a veces el flash de las cámaras de fotos hace que la gente fotografiada aparezca con los ojos rojos. Estábamos en casa de un familiar lejano. Más que lejano, diría que remoto. Estos parientes que no son ni de sangre ni de leche. Sino que son el primo de alguien que sí que es tu primo. El caso es que había un chaval de mi edad. Puede que un poco más mayor y por eso más chulo. Me enseñó una foto en la que aparecía un montón de gente completamente normal a excepción de los ojos: eran rojos. El chico no me dejó tiempo para preguntar, simplemente me espetó: Son demonios. Son una sociedad de demonios de ojos rojos. Anda ya, repuse yo. Que sí, coño. ¿Por qué te piensas que tienen los ojos rojos? Pero no le digas nada a nadie. Solo lo sabemos tú, yo y otro amigo mío. No no, no digo nada. El chico me tendió la foto para que la observara mejor. Si no fuera por esos ojos sanguinolentos que lo demonizaban todo aquella gente hubiera pasado por gente perfectamente normal y c

Mi letra

Todo el mundo me ha dicho siempre que mi letra es una mierda. Y supongo que lo es. Si mi letra se convirtiera en un personaje de ficción se convertiría en Quasimodo, el jorobado de Notre Dame. A los 18, cuando hice la selectividad, tuve que ir a leerle mis exámenes al corrector. Mi padre siempre se ha avergonzado de mí por mi letra. El muy cabrón hace letra Courier 12 Itálica. A él le importaba una mierda que desde muy pequeño yo no hiciera faltas de ortografía y supiera escribir; lo que a él le importaba era que su letra parecía de molde mientras que la mía, lejos de estar bien formada, parecía sietemesina. Vale. La gente tiene razón. Mi letra es una mierda. Si un grafólogo observara mi letra con detenimiento se santiguaría y durante unos días dormiría con un crucifijo debajo de la almohada. Pero a mí mi letra me gusta. Me representa. Mi letra es yo en letra. Me refiero a que tengo una letra rápida, despeinada, que dice rabiosamente lo que quiero decir. Tengo una letra que sigue siend

Hablamos mucho con las cosas

En mi familia, siempre hemos hablado mucho con las cosas. El primero, mi abuelo, que cuando limpiaba su coche parecía que estaba pasándole la esponja a un delfín triste que necesitara mimos. Mi madre, a veces, cuando se peleaba con mi padre, se encerraba en su habitación, sacaba sus joyas y se ponía a hablar con ellas en voz baja. Nada de lo que vea en este mundo podrá ponerme tan triste como la imagen de mi madre guardando de nuevo sus joyas después de haber charlado un rato con ellas. De pequeño yo tenía un muñeco al que le puse de nombre Astraco . Era naranja, tenía antenas y venía del espacio exterior en son de paz. Un buen día (un mal día), mi madre, la muy hija de puta, me lo tiró a la basura. Porque sí. Porque lo vio muy viejo y ocupaba mucho sitio. Aquella semana escribí varias cartas de despedida e intenté escaparme dos veces de casa. Mi madre no entiende que Astraco y yo acumulamos más horas de conversación de las que jamás acumularemos ella y yo el resto de nuestras vidas.

Mi abuelo también usaba tapones

Hace años que uso tapones de espuma para dormir. Me molesta el ruido. Me molestan mis vecinos existiendo desconsideradamente. Necesito no oír. Necesito noche en mis oídos para oír las cosas que leo. Tantos años usando tapones, y ahora voy y me acuerdo de que mi abuelo también los usaba. Claro. Él trabajaba en La Seda y los turnos de trabajo rotaban entre la mañana, la tarde y la noche. Aunque le tocara trabajar de noche yo seguía yendo a comer a su casa. Mi abuela, antes de repartirme la comida en el plato, se llevaba el dedo índice a los labios como una bibliotecaria afanosa y susurraba: Shhhh, el yayo duerme. Sin embargo, a veces, después de comer, antes de regresar al colegio, yo abría la puerta de la habitación de mi abuelo y lo miraba. Simplemente le echaba mi mirada por encima; como si quisiera despertarle con la fuerza de mis ojos. Y a veces lo conseguía, pero en lugar de enfadarse, mi abuelo se quitaba uno de los tapones de espuma, encendía la lámpara de su cuarto y me hacía u

Voy a pedirle a Rubén que sea él quien identifique mi cadáver

El otro día estaba viendo una serie policiaca con Andrea y después de ver una escena en la que los polis iban a la morgue para hablar con el forense, Andrea me preguntó: ¿Y qué pasa si alguno de tus usuarios de la residencia se vuelve loco y te apuñala en el trabajo? ¿Tienen en emergencias mi número de teléfono para avisarme de que te has muerto? En ese momento pensé que si me pasara algo no querría que fuera Andrea quien viera mi cuerpo sin vida cuando el forense retirase la sábana. Ella se pondría demasiado triste. Lloraría. Y en los sucesivos días soñaría a menudo con mi cara de muerto. ¿Quién podría identificar mi cadáver? Mi madre queda descartada. Vive lejos y jamás le haría pasar por eso. ¿Ernesto? Ernesto tampoco. Es muy aprensivo, y si fuera él quien identificara mi cadáver después erraría durante varios meses con la mirada perdida mientras piensa en la muerte. El candidato ideal es Rubén. Tiene coche y ya ha visto varios cadáveres, entre ellos, el de su padre, muerto de cánc

Puntos en el tiempo

En primero de la EGB logré saltar por fin el enorme escalón que separaba el nivel del patio de arena del nivel de la tarima de cemento sobre el que se levantaba mi escuela. El año anterior, había estado mirando a ese escalón de un modo desafiante, retador. A veces, incluso le hablaba y le insultaba a ese bloque de cemento como si fuera una persona, porque mi infancia, como la de cualquier niño, fue prácticamente una película de aventuras. En 1º de la EGB logré saltarlo por fin y me dije que a partir de ahí empezaba ya el resto de mi vida. No volví a pensar que me convertía en un adulto hasta que terminé los exámenes de Selectividad. Qué equivocado estaba; la Universidad es una de las cosas más infantiles que me han ocurrido, porque la prisa por convertirnos en adultos, terminó por transformarnos en niños que fumaban mientras seguían esperando que ocurriera algo. Después, cuando me dejó mi primera novia, también pensé que me había convertido en un adulto, cuando me paraba sin motivo fre

Ha muerto George Michael

 Ya hace años que se murió George Michael. Fue durante ese terrible año, 2016, un año que empezó clavándole hasta matarlo, un cuchillo a mi abuelo en un riñón. Aunque ya han pasado cinco años sigo utilizando el pretérito perfecto. Se ha muerto George Michael, joder. Y siempre que lo recuerdo me doy una palmada en la frente como si acabara de morirse de nuevo. Como si lo matara yo al acordarme de que ya está muerto. Yo no escucho a George Michael a menudo. Su música no está en la base piramidal de mis gustos musicales. Pero mi madre, en Navidad, siempre ponía Last Christmas de Wham! Cuando empezaba a sonar, la veía chasqueando los dedos, sonriendo para sí misma, como si durante un fugaz instante pudiera saludar de nuevo, al otro lado del espejo, a la joven que ella fue durante los 80. Para ser una casualidad. Para ser todos nostros productos de las travesuras matemáticas de la energía cuántica, he de decir que el cosmos tiene un sentido del humor muy sórdido.  George Michael murió el d

Desánimo pandémico

Siempre he dicho que quiero tener hijos. Al menos, uno. En este mismo libro, hay poemas en los que dialogo con un hijo futuro. Incluso cuando no tenía pareja me pasaba el día bromeando diciendo que un día ahorraría el dinero, iría a una tienda y me compraría uno. Y sin embargo, ahora soy yo quien le dice a Andrea, con una sonrisa tan torcida como el corazón, que quizá ya no es el momento de tener hijos. Supongo que solo lo pienso ahora. En este ahora de ahora. En este justo momento pinzado entre el porvenir y el yavenido. ¿Qué clase de mundo es este que nos han legado? Los viejos como mi abuelo que crecieron con el sonido de las bombas y fueron jóvenes y conociendo a sus esposas durante una dura dictadura militar, deben pensar que esto de la pandemia y del cambio climático no es más que una epopeya de plástico. Pero incluso a mí, a mí que chorreo energía como una bestia desgraciada que solo piensa en vivir sin hacer preguntas, incluso a mí, este mundo me deja sin aliento. Tengo 35 años

¿Quién es?

Recuerdo que de niño, un tío mío, el marido de una de las hermanas de mi padre, siempre hacía bromas cuando nos picaba por el telefonillo. ¡PIIIIIIIIIIIIIIIII! ¿Quién es? -respondía mi madre- Hola, señora, mire soy el butanero, ¿usted me pagó la última bombona? -Inquiría mi tío con la justa dosis de seriedad que requieren las bromas de verdad. Mi padre, que siempre ha sido uno de esos hombres acomplejados que solo saben admirar a los demás copiándoles mal, empezó a imitar a mi tío. Pero mi padre lo hacía de un modo contaminado y sin gracia, fastidiado por tener que ser siempre él quien imitara a los demás. Mi padre picaba al timbre, después de sus 10 o 12 horas trabajando en el bar y respondía de forma abrupta que era el butanero, y después de una pausa de tres puntos suspensivos tras los que se parapetaba su falta de imaginación añadía cualquier chorrada, cualquier eco remedado de las bromas que mi tío hilvanaba espontáneamente. Sin embargo, debo admitir que hay un chascarrillo de los

La montaña rusa

Ya no tengo que preguntarme si terminaré por transformarme en un uniforme que da vueltas en la lavadora. Ahora sé que eso me pasará. Pende de un hilo que me convierta en alguien que se ha convertido en nadie. Todos los años de escritura y todas las palmaditas en la espalda serán para nada. Que nadie se engañe: este es el escenario de un crimen. Veo en el suelo dibujada con tiza la silueta asesinada del gran poeta que yo estaba llamado a ser. Ahora solo me apetece llegar a casa después del largo trabajo y dar un largo trago a algo mientras veo la tele y corto a tenedor y cuchillo mi largo filete de carne transgénica. En breve me convertiré en un hombre maduro que piensa en la poesía de esa forma cariñosa y lejana con la que otros piensan en esa chica a la que llevaron al baile del instituto. Y sin embargo, aún no va a pasar. Aún vuelo y pendo, por unas finas hebras, del aire mientras pienso en los grandes poemas que estoy a punto de sacar del barro. Al fin y al cabo, ¿no es esto la vida

Pensar en cómo revientas contra la acera

A., mi amigo periodista del W.P., vino el otro día a casa y durante un rato estuvimos hablando de lo que siempre hablan los hombres cuando les dejan a solas con otros hombres: dinero y mujeres. Al final es lo de siempre; ni el dinero es solo dinero ni las mujeres son solo mujeres. Se trata de dos varemos terrenales que pueden ayudarte  a computar cuánto te has acercado a tus sueños. Fue una tarde agradable. Los dos estábamos de suerte y ningún reloj nos apretaba la muñeca, por lo que las horas fueron floreciendo a su ritmo mientras la regábamos con cerveza y embutidos. A. me hizo rememorar una noticia ocurrida recientemente: un hombre saltó desde un séptimo piso y reventó contra la acera. Llevaba una nota de suicidio en el bolsillo: Era por si volaba Hasta ahí llegaba todo lo que yo sabía sobre la noticia. Lo que me dejó convulso fue lo que añadió A. El hombre que saltó desde un séptimo piso debió imaginarse reventando contra la acera de todas las posibles maneras; llevaba docenas de c

El año pasado

El año pasado, con el Covid, se terminó el estilo de vida de enjabonarte la cabeza mientras tarareas una pegadiza melodía. Las ciudades se han acordonado. En las calles, son los perros los que sacan a sus dueños con bozales  en la boca. En la tele hay discusiones políticas a todas horas y muchos anuncios de coches eléctricos que supuran mansedumbre y futuro. Por suerte, en las casas la intimidad sigue casi intacta. Yo, por ejemplo, me doy cuenta  de que el verbo pespuntar me recuerda a mi abuela, mientras prosigo con mi manía de sonreír mientras pelo patatas como si la vida fuera una maravilla.

Otra iteración

Soy 35 septiembres mal apilados en un barrio normal y corriente sobre el que surcan los aviones. Me es imposible pasar más de cinco minutos sin pensar en dinero o en la muerte. Los que me conocen, aseguran que mi única manera de huir del invierno es preparándome infusiones muy calientes. No me gusta mi trabajo. Es imposible que me guste ningún trabajo. De pequeño soñaba con trabajar con un megáfono anunciando el nombre de los niños que se perdían en los grandes supermercados. Pero ya no me gusta la gente y ahora me da igual si los niños perdidos jamás se reencuentran con sus madres. Y sin embargo aún me estremezco de pena cuando percibo que la juventud se escapa de las sartenes de mi casa a medida que les va desprendiendo el teflón. Estoy tan enfadado y tan vivo. A veces, en la sombra, noto cómo las uñas me quieren crecer salvajemente a pesar de este paisaje de columpios precintados y de gente penosamente disfrazada de cirujano.