Unos años atrás,
mi madre y yo apenas nos hablábamos.
Nuestra relación era buena
pero éramos estrictamente familia:
personas que se quieren
sin tener con qué quererse.
Veíamos pelis,
de vez en cuando comíamos juntos.
Pero nuestras conversaciones
no iban más allá
de quitarle el polvo
a los temas de siempre.
Ahora es distinto.
Desde que murieron mis abuelos,
mi madre y yo hablamos
porque hablamos de ellos.
Los recordamos, le dibujamos al otro
nuestras fotos mentales
y entretejemos
nuestras versiones de los hechos.
A veces los sentimos tan cerca
que parece que, a pesar de estar muertos,
nuestros muertos nos unieran
estrechándonos la mano,
para formar un círculo
que nos recuerda
que somos parte de algo.
Yo solo me como las uvas de Fin de año, porque temo que si no lo hago, ese año muera mi madre. El otro día escuché un podcast en el que un médico hablaba de la cercanía de la inmortalidad. Decía que está a la vuelta de la esquina, para todos, en menos de 30 años. Pero de aquí a 30 años, mi madre, con su nombre de montaña, ya no estará viva. ¿Para qué querría un hijo echar de menos a sus padres de manera interminable? Si nos volviésemos inmortales, ¿se borrarían las líneas de la vida de nuestras manos? Si yo nunca fuera a acabarme, ¿me molestaría en seguir sonriendo a los pájaros del Delta, en señal de tímido agradecimiento por la primavera? Almacenaría tantas memorias a lo largo de los siglos, que me pregunto si mi cerebro no sobreescribiría los recuerdos que tengo de mi abuela cuando me quería. Cuando me besaba en la mejilla y me pedía que tuviera cuidado con los chicles, porque resulta que si un niño se traga un chicle, este se le puede pegar en el corazón. ¿Se puede seguir siendo hu...