Un día, paseando con Ernesto por el barrio de Gracia, le tiré a mi amigo de la manga, mientras pasábamos por la calle de Mozart y le dije, poniendo una sonrisa que servía de portada para una hermosa historia: Eh, Ernesto aquí vivía Carla. Guisaba para mí. Me refiero a que me escribía cartas de amor de pollo con ciruelas en interlineados de ensalada con frutos secos. Una vez, Carla llegó a repartir dinero entre sus compañeros de piso para que se marcharan y nos dejaran cenar tranquilos. Recuerdo con especial cariño una ocasión en que me recibió disfrazada de Ariadna: al abrir la puerta de su casa me encontré con un rastro de hilo rojo de lana que me condujo hasta su cuarto. Al entrar, la hallé en su cama desnuda y al verme prorrumpió en un grito horrorizado: ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Se me ha colado un minotauro! Oh, ahora lo noto, el dolor en el reloj. Qué tiempos tan buenos. Teníamos las manos llenas de un oro que entonces era invisible. Nunca me lo