La maldición de los Legrán
Siempre supe que se me caería el pelo:
Yo conocí a mi bisabuelo.
Yo conocí a mi bisabuelo.
Tenía la casa llena de pájaros
y de joven fue minero.
Siempre pensé que era un hombre malo
porque en mis fantasías de niño pequeño
creía que se llevaba los pájaros a la mina.
Me imaginaba a mi bisabuelo
con el casco con linterna,
el pico y la pala.
De vez en cuando dejaba de picar
para echarle un vistazo al pájaro con el que bajaba.
Si el pájaro había muerto
el bisabuelo salía corriendo de la mina.
Uf, ha ido de un pelo -exclamaba,
pasándose un brazo por la frente,
el maldito viejo.
La cosa es que mi padre siempre ha llevado en la cartera
una foto suya acompañado por su padre
(mi otro abuelo)
y por el asesino de pájaros.
Mira, Iván -me decía mi padre.
Míranos a los tres. Las tres edades.
Yo le matizaba:
Las tres edades no...
¡Las tres calvas!
Y entonces mi padre, dolido y vengativo
me lanzaba la siguiente maldición gitana:
¡Pues la tuya será la cuarta!
Qué gran verdad. En las páginas
de los libros de texto de la ESO
empecé a ver
cáscaras de pipa de mi pelo.
Con 15 añitos fui al médico.
Doctor, se me cae el pelo.
Doctor, se me cae el pelo.
Mi médico se relajó, se quitó las gafas
y dejó de ser un médico de ciudad
para convertirse en un médico de pueblo:
¿Tú cuando quiere saber si un árbol tiene hojas
miras su copa
o miras al suelo?
Esa pregunta me consoló durante tres años.
A los 18 Leila acariciaba mi cabello
como si yo fuera
una bestia hermosa y cansada.
A los 21, cuando Leila y yo rompimos
también rompí con mi pelo.
Dejé de ir al peluquero y Julia
ya me conoció
con un despeinado signo de interrogación.
La próxima chica que venga
podrá posar sus manos en mi frente
y susurrar dulces palabras,
pero ya no podrá acariciarme
como si yo fuera
una bestia hermosa y cansada.
Niños radiactivos
Los profesores y los padres decían que era normal
pero no les creímos:
Se nos empezaron a caer los dientes.
Se nos empezaron a caer los dientes.
Un buen día la niña más guapa de clase
vino con un agujero de bala en la sonrisa.
Fue tan descorazonador.
Ya no sabíamos cómo comernos los bocadillos.
Nos dolía la sonrisa
y por las películas sabíamos
que a veces te ataban el diente a una puerta
y tiraban de ella...
Las puertas nos empezaron a dar miedo.
Lo más horrible de todo
es que los adultos querían comprarnos nuestros dientes:
nos pagaban por cada pieza dental que perdíamos.
Lo hacían como cobardes, indirectamente,
Lo hacían como cobardes, indirectamente,
solicitando los servicios de un sicario; un tal
Ratoncito Pérez.
Luego venía el dolor. Un dolor profundo, botánico.
Los dientes que nos salían
eran demasiado grandes para nosotros
y nos obligaban a empezar
a crecer más deprisa.
Claro que no éramos niños radiactivos.
Y no íbamos a morirnos.
Y no nos íbamos a quedar sin dientes.
Pero eso, entonces, ¿quién lo sabía?
El estirón
De pequeño fui un niño gordo.
Todas las amistades de mis padres
apoyaban una mano en mi hombro
e intentaban tranquilizarme por algo que nunca
me había puesto nervioso:
Pronto pegarás el estirón
y lo ancho se hará alto.
Lo pronunciaban sonrientes
como si fuera un plan genial,
y eso sí me tenía preocupado.
¿Qué es el estirón? ¿Cuándo ocurre?
¿El cuerpo humano es como una masa de pan?
¿El cuerpo humano es como una masa de pan?
Durante una gripe en la que el cuerpo
me empezó a doler mucho
mi abuelo me dijo:
Eso son los huesos. Está ahí dentro
el mecánico trabajando.
Cada día me despertaba pensando que quizá
había dado el estirón de golpe
y habría roto mi cama.
Pero nunca la rompí.
Jamás fui el gigante alegre
que todos me alentaron a creer
que algún día llegaría a ser.
Los caballos muertos
Acabo de terminar los Pazos de Ulloa
y me he tenido que sonreír cómplicemente
con el protagonista mientras la leía.
Gabriel Pardo
llama a sus fantasías de amores fracasados:
"caballos muertos".
Qué casualidad. Yo también las llamo así.
Hasta pensaba hacer un poema sobre los caballos muertos.
Con Leila estuve al lado del caballo todo el rato.
Sentado sobre la paja del establo,
charlaba con el veterinario.
Buscaría el remedio, fuera cual fuese.
Pensaba que aunque
tuviera que ir a buscar alguna hierba
al fin del mundo
para hacer alguna poción
conseguiría que el caballo se salvara.
Pero el caballo murió
dando un gran relincho.
Con Julia también estuve al lado del caballo
hasta el final.
Pero ya no me creí
ni una sola palabra de lo que me decía
el veterinario.
Acompañé al caballo en su agonía
lo mejor que pude.
Le acaricié las crines
y lo quise
en sus últimas respiraciones.
Por mucho que uno no quiera más,
al final,
en el mapa eléctrico de la soledad
siempre aparece otro caballo.
La diferencia
es que si ahora el caballo no es exactamente,
desde el principio, como yo quiero que sea
lo mato,
lo entierro, y con suerte
dejo que galope por algún poema.