Un día, paseando con Ernesto
por el barrio de Gracia,
le tiré a mi amigo de la manga,
mientras pasábamos por la calle de Mozart
y le dije, poniendo una sonrisa que servía de portada
para una hermosa historia:
Eh, Ernesto
aquí vivía Carla.
Guisaba para mí. Me refiero
a que me escribía cartas de amor de
pollo con ciruelas
en interlineados
de ensalada con frutos secos.
Una vez, Carla llegó a repartir dinero
entre sus compañeros de piso
para que se marcharan
y nos dejaran cenar tranquilos.
Recuerdo con especial cariño
una ocasión
en que me recibió
disfrazada de Ariadna:
al abrir la puerta de su casa
me encontré con un rastro
de hilo rojo de lana
que me condujo hasta su cuarto.
Al entrar,
la hallé en su cama desnuda
y al verme prorrumpió en un grito horrorizado:
¡Socorro! ¡Ayuda!
¡Se me ha colado un minotauro!
Oh, ahora lo noto,
el dolor
en el reloj.
Qué tiempos tan buenos. Teníamos las manos
llenas de un oro
que entonces
era invisible.
Nunca me lo he pasado tan bien en una casa.
Desfiles nocturnos, iglesias quemadas;
las mejores fotografías de una vida
solo pueden revelarse
una vez que ya se han roto las cámaras.
Cuando nos quitábamos la ropa
la libertad y la depravación
eran solo dos niñas que nos sonreían
mientras saltaban a la comba.
Después del combate salíamos al balcón.
Brindábamos solo por hacer ruido con las copas.
Debajo, los tubos de escape
continuaban tejiéndole su pijama a la ciudad.
La bebida nos regalaba
unos micrófonos para que hablásemos de nuestras infancias;
hogares que nos llenaron los estómagos de gritos
y de estereotipos.
Pasado un rato, a Carla
volvían a crecerle los cuernos y
la cola de diablesa.
Se abría la bata, quería miradas.
Finalmente, venía a sentarse sobre mí
y me hacía sentir
como un pobre imitador de Charles Bukowski
con una niña mala
sobre las rodillas.
Os juro
que en aquel momento
toda esta ciudad era mía.
por el barrio de Gracia,
le tiré a mi amigo de la manga,
mientras pasábamos por la calle de Mozart
y le dije, poniendo una sonrisa que servía de portada
para una hermosa historia:
Eh, Ernesto
aquí vivía Carla.
Guisaba para mí. Me refiero
a que me escribía cartas de amor de
pollo con ciruelas
en interlineados
de ensalada con frutos secos.
Una vez, Carla llegó a repartir dinero
entre sus compañeros de piso
para que se marcharan
y nos dejaran cenar tranquilos.
Recuerdo con especial cariño
una ocasión
en que me recibió
disfrazada de Ariadna:
al abrir la puerta de su casa
me encontré con un rastro
de hilo rojo de lana
que me condujo hasta su cuarto.
Al entrar,
la hallé en su cama desnuda
y al verme prorrumpió en un grito horrorizado:
¡Socorro! ¡Ayuda!
¡Se me ha colado un minotauro!
Oh, ahora lo noto,
el dolor
en el reloj.
Qué tiempos tan buenos. Teníamos las manos
llenas de un oro
que entonces
era invisible.
Nunca me lo he pasado tan bien en una casa.
Desfiles nocturnos, iglesias quemadas;
las mejores fotografías de una vida
solo pueden revelarse
una vez que ya se han roto las cámaras.
Cuando nos quitábamos la ropa
la libertad y la depravación
eran solo dos niñas que nos sonreían
mientras saltaban a la comba.
Después del combate salíamos al balcón.
Brindábamos solo por hacer ruido con las copas.
Debajo, los tubos de escape
continuaban tejiéndole su pijama a la ciudad.
La bebida nos regalaba
unos micrófonos para que hablásemos de nuestras infancias;
hogares que nos llenaron los estómagos de gritos
y de estereotipos.
Pasado un rato, a Carla
volvían a crecerle los cuernos y
la cola de diablesa.
Se abría la bata, quería miradas.
Finalmente, venía a sentarse sobre mí
y me hacía sentir
como un pobre imitador de Charles Bukowski
con una niña mala
sobre las rodillas.
Os juro
que en aquel momento
toda esta ciudad era mía.