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Mostrando entradas de junio, 2019

El discurso de graduación de Big John

No sé quién me puso el apodo de Big John.  El caso es que siempre me ha parecido un apodo precioso, conciso; el apodo que debería llevar un vaquero en lugar de un poeta. Eso me gusta. Siempre he dicho que el arte de verdad es peligroso. Me gusta la idea de ser un pistolero del lenguaje.  Vosotros que habéis estudiado literatura, y que ya le habéis dado la vuelta entera al mundo de las palabras, sabéis que menos es más. Como decía Francisco Umbral que decía Pío Baroja al hablar de una calle: era larga y olía a pan. Y ya está. Ya sabemos lo que tenemos que saber de esa calle. Me gustaría pensar, sin falsa modestia, más bien con un infantil egotismo, que quien me puso Big John creía que lo que había que saber de mí era solo eso: que soy John el grande. Sin embargo, sé que en realidad solo fue un juego de palabras: mi apellido puede traducirse al inglés como el grande. Eso es todo. De esa estupidez tierna emergió este apodo que me ha acompañado durante tantos años. Sí, durant

El hijo

Conducía Gwen.  Casi siempre conducía ella. Jim siempre había odiado conducir y no necesitaba coche para ir hasta la escuela en donde trabajaba. Desde que se habían ido a vivir juntos, Jim no lograba abstraerse de Gwen para ponerse a leer o jugar a videojuegos. No sabía acotar una parcela de tiempo para sí mismo. Ya no sabía reclamar espacios para estar solo. Puede que ni siquiera lo necesitara. Pero, al menos, viajar en transporte público le ofrecía ese respiro, esa pequeña cuota de soltería diaria que le hacía sentirse un poco menos oprimido por el yugo del compromiso. Sin embargo, y solo para que conste, Jim sí que sabía conducir. Cuando solo eran unos críos recién casados, él había aprendido a conducir con una gran dedicación y un gran esmero, casi como si estuviera preparándose para unas oposiciones: -¿Por qué quieres ahora aprender a conducir justo ahora? Nunca te ha gustado. No lo necesitas para ir al trabajo. Y tampoco tenemos sitio ni dinero para mantener dos coches.

De cómo descubrieron que el pequeño Joffrey Baratheon sufría epilepsia

Joffrey Baratheon tenía que lidiar con varios problemas al cabo del día. Su dueña, la señora Landsmile, no había interpretado satisfactoriamente aquello de que los Yorkshire Terrier son “perros de bolso”.  Uno de los problemas que más molestaba a Joffrey era el de que le hacían trepar más de 300 escalones al cabo del día, ¿y para qué? Para dar tres brevísimos paseos, que además nunca le dejaban el tiempo suficiente para olisquear el culo de algún compañero con el que compartir sus cuitas. Incomunicado y forzado a superar una yincana de obstáculos épicos, el único consuelo para Joffrey Baratheon era la comida. Esas sabrosas croquetas de colorines, cuya viveza el Yorkshire Terrier no podía percibir con su vista en blanco y negro, lo eran todo para este pequeño perro. Quizá por ello, cuando escuchó el terrible grito que estremeció a todo el edificio, consiguiendo que algunos vecinos sacaran sus armas y otros sus biblias, Joffrey Baratheon no pudo pasar de un tímido ensayo de ladr

Hay insectos que piden la muerte a gritos

Hay insectos que te piden la muerte a gritos. Pienso sobre todo en los mosquitos que se divierten por la noche haciendo largos delante de la pantalla del ordenador. Tú intentas aplastarlos con una palmada veloz pero siempre, triunfantes, logran escaparse. Son como naves espaciales que vuelan por el universo de tu cuarto robándote la sangre, burlándose de ti mientras huyen con su preciado botín casi como niños ladrones. También están los mosquitos que te piden la muerte musicalmente. Sacan sus trompetas en mitad de la madrugada  y empiezan a tocar junto a tu oído. Tú les espantas medio dormido, confiando en que, asustados, habrán aprendido la lección y se alejarán de ti para siempre. Pero los mosquitos nunca aprenden. Siempre regresan a por más. Y al final te levantas, enciendes las luces y les buscas por la casa como un ogro buscaría en un cuento para niños a la joven princesa a la que tiene que comerse. Miras por las estanterías, aquí y allí

El verano es una mala época para ser feminista

El verano es una mala época para ser feminista. En la calle miro a las chicas y solo veo piezas de carne. Carne como en los escaparates de las carnicerías: pechugas, muslos y pies de cerda para estos ojos de cerdo.

Medicina, amor y supersticiones populares

Una de las cosas que Joe recuerda con mayor nostalgia de sus abuelos es su sabiduría popular; sus remedios naturales, sus supersticiones. Esa especie de ignorancia tierna e infantil que arrastran durante toda su vida las personas analfabetas. Por ejemplo, cuando Joe sufría de orzuelo su abuela se apresuraba a meter una enorme llave hueca en la nevera. Pasado un rato, regresaba con el metal frío y se lo restregaba por todo el ojo. Así se curaban los orzuelos en la familia de la abuela, y eso a veces propiciaba una violenta colisión con las creencias del abuelo, porque en la familia de este, generación tras generación, los orzuelos se habían curado frotando el ojo afectado con el culo de una mosca. Sus abuelos no solo sabían de medicina, sino que también tenían mucho que aconsejar sobre la prevención de riesgos domésticos: 1) Joe no debía abrir la nevera descalzo. Si lo hacía podía morir electrocutado. 2) Joe no debía caminar descalzo se había desencadenado una tormenta