Conducía Gwen.
Casi siempre conducía ella. Jim siempre había odiado conducir y no necesitaba coche para ir hasta la escuela en donde trabajaba. Desde que se habían ido a vivir juntos, Jim no lograba abstraerse de Gwen para ponerse a leer o jugar a videojuegos. No sabía acotar una parcela de tiempo para sí mismo. Ya no sabía reclamar espacios para estar solo. Puede que ni siquiera lo necesitara. Pero, al menos, viajar en transporte público le ofrecía ese respiro, esa pequeña cuota de soltería diaria que le hacía sentirse un poco menos oprimido por el yugo del compromiso. Sin embargo, y solo para que conste, Jim sí que sabía conducir. Cuando solo eran unos críos recién casados, él había aprendido a conducir con una gran dedicación y un gran esmero, casi como si estuviera preparándose para unas oposiciones:
-¿Por qué quieres ahora aprender a conducir justo ahora? Nunca te ha gustado. No lo necesitas para ir al trabajo. Y tampoco tenemos sitio ni dinero para mantener dos coches.
-Necesito hacerlo. Pero no te preocupes, no quiero comprar otro coche ni pretendo quitarte el tuyo. Solo necesito conducir un día en toda mi vida. O puede que dos… ¿O tres? No sé. Tres como mucho.
-¿Qué dices? ¿Por qué? ¿Cuándo vas a necesitar conducir?
-Cuando rompas aguas.
Dos años después el médico les dijo que eso no iba a ocurrir nunca.
Ahora estaban en el coche de Gwen. Por delante de ellos había una larga carretera que parecía no tener fin; podían verse incluso las borrosas ondas de calor. El horizonte estaba difuminado y eso le parecía un buen augurio a Jim.
De vez en cuando, Jim iba echando miraditas hacia el asiento de atrás y Gwen espiaba a través del retrovisor. Les preocupaba el confort y el miedo de William, el niño de 5 años que acababan de adoptar y al que por fin podían llevarse a casa.
William ni siquiera miraba por las ventanillas. El niño repartía su corta capacidad de concentración en breves miradas que iban desde sus padres adoptivos al techo del coche. Era como si temiera que alguno de aquellos dos adultos sacara un cuchillo de un momento a otro, o bien que el techo del coche empezara a venirse abajo para aplastarle de repente. William tenía miedo. Miedo de todo. El largo periodo de trámites y entrevistas con sus padres adoptivos, no le había servido para no sentirse como una mascota recién comprada en una tienda de animales.
Como la carretera era monótona y la conducción era sencilla, Jim se permitía a veces reposar su mano sobre la de Gwen cuando esta la acercaba a la palanca de marchas. Cuando sus manos se tocaban ellos se sonreían, como si fueran mucho más jóvenes y otra vez, después de tanto tiempo, hubieran vuelto a conocerse y estuvieran flirteando igual que en sus primeros días.
-¿Qué te pasa, tonto?
-Nada, tonta.
-¿Seguro?
-Me pasa que estoy bien. ¿Y tú?
Gwen apartó la vista de la carretera para mirar a su esposo y responderle:
-Yo también.
-Yo también.
Jim volvió a girarse hacia el asiento trasero, con una sonrisa de vendedor intentó incluir a William en esa bolsa de felicidad que estaba compartiendo con Gwen:
-¿Y William? ¿Cómo está William?
El niño de cinco años respondió como le habían enseñado que tenía que hacerlo: sin sincerarse, siendo amable. Intentando conseguir que alguien se quedara con él.
-Bien.
Eso les bastaba a Gwen y a Jim por ahora: una respuesta, fuera cual fuera. A ellos, por ahora, les bastaba con una comunicación fática con el crío para sentirse realizados. No importaba si el niño decía la verdad o no. Todavía no importaba si William era feliz, porque ambos sabían que harían todo lo que fuera necesario para que algún día lo fuera plenamente.
Cuando habían salido del orfanato, Jim había pensado en pedirle las llaves del coche a Gwen. Le parecía que habría sido una especie de compensación poética pedirle a su mujer que le dejara conducir a él. Sería como si ella hubiera roto aguas: el hijo adoptado sería como el hijo concebido, etc. Pero no. James Ruthford ya conocía lo bastante a GGwendoline White para saber que ella no haría la misma lectura que él. Para Gwen, si Jim hubiera obrado así, sería como si hubiera intentado convertir al niño en un sustituto, en un parche, en una miserable Coca-Cola Light.
Pararon en el área de servicio. Jim se ofreció a repostar él y a comprar un tentempié para William; así Gwen podría girarse y darle una caricia al niño. Seguro que se moría de ganas.
-Ya voy yo a repostar. Así te dejo con tu hijo un rato.
-Idiota… Pero vale.
-William, ¿quieres patatas o algo?
-Bueno.
Jim pagó en el área de servicio por la chocolatina, la bolsa de patatas fritas y el combustible.
Cuando regresó al coche se encontró a su mujer muerta en el asiento trasero y a William con la cara totalmente teñida por los chorros de sangre. El niño berreaba con un rebuzno satánico mientras intentaba engullir tanta sangre como le era posible. William le había seccionado la yugular a su madre adoptiva de un mordisco.