Joffrey Baratheon tenía que lidiar con varios problemas al cabo del día. Su dueña, la señora Landsmile, no había interpretado satisfactoriamente aquello de que los Yorkshire Terrier son “perros de bolso”.
Uno de los problemas que más molestaba a Joffrey era el de que le hacían trepar más de 300 escalones al cabo del día, ¿y para qué? Para dar tres brevísimos paseos, que además nunca le dejaban el tiempo suficiente para olisquear el culo de algún compañero con el que compartir sus cuitas.
Incomunicado y forzado a superar una yincana de obstáculos épicos, el único consuelo para Joffrey Baratheon era la comida. Esas sabrosas croquetas de colorines, cuya viveza el Yorkshire Terrier no podía percibir con su vista en blanco y negro, lo eran todo para este pequeño perro. Quizá por ello, cuando escuchó el terrible grito que estremeció a todo el edificio, consiguiendo que algunos vecinos sacaran sus armas y otros sus biblias, Joffrey Baratheon no pudo pasar de un tímido ensayo de ladrido con la boca llena de pienso.
Joffrey quería seguir comiendo, pero también quería poner en práctica su eficacísimo sistema para captar información; ir a la ventana y ladrar a ver qué pasa. Estaba a punto de ladrarle a aquel rectángulo luminoso por el que ocasionalmente se escuchaban otros ladridos cuando:
Joffrey quería seguir comiendo, pero también quería poner en práctica su eficacísimo sistema para captar información; ir a la ventana y ladrar a ver qué pasa. Estaba a punto de ladrarle a aquel rectángulo luminoso por el que ocasionalmente se escuchaban otros ladridos cuando:
-¡AYUDA! ¡POR FAVOR! ¡POR FAVOR! ¡SOCORRO! ¡MI SAM! ¡MI SAM! ¡ME HA MORDIDO!
Joffrey iba a responder algo a la señora que gritaba, pero de súbito empezó a levitar bajo la rechoncha mano de la señora Landsmile.
-Shhhh, Joffrey. No pasa nada. Mami está aquí.
Cinco minutos antes del atronador grito, dos pisos por encima de Joffrey y de la señora Landsmile, Samuel Pitbell se había transformado mientras se duchaba. Convertido en zombie, pero en uno que aún no se había aclarado el pelo bajo el agua de la ducha, se había resbalado al intentar salir de la bañera y ahora se arrastraba penosamente por el suelo del cuarto de baño. Su esposa, alertada por el ruido de la caída, se acercó corriendo para ver qué ocurría:
Su Samuel reptaba por el suelo con espuma por toda la cabeza.
-Ay, ay, mi amor. ¿Es un infarto?
La señora Pitbell se fue a buscar su móvil y regresó enseguida junto a Sam. Su corazón estaba poniendo en relieve su calidad de bomba musculosa mientras marcaba el teléfono de emergencias. De golpe, notó un mordisco totalmente carnívoro en uno de sus muslos. Durante un par de segundos la señora Pitbell fue como uno de esos ciervos paralizados ante la inmediatez del coche que va a arrollarles; no podía procesar que su marido le estuviera comiendo la pierna.
Pasaba habitualmente; los psicólogos lo habían llamado “contextos de afecto invertido”. En las calles la gente confundía los infartos con transformaciones y se apresuraban a neutralizar la posible amenaza. En los hogares, las familias confundían las transformaciones con infartos y la posible amenaza les neutralizaba a ellos.
Transcurridos los dos segundos paralizantes, la señora Pitbell había reaccionando cogiendo a Samuel por la cabeza para intentar desengancharle la boca de su pierna. Fue entonces cuando profirió el primero de sus desgarradores gritos de auxilio.
Joffrey Baratheon se enfrentaba al mayor de los problemas que jamás le habían acuciado; solo era un perro, pero necesitaba ser tres: el primer perro iría a la ventana y ladraría inquisitivamente, exigiendo información a su entorno, el segundo perro regresaría junto a su cuenco de pienso y lo engulliría con frenesí; y el tercero dejaría que el cálido abrazo de su dueña le amansara con sus caricias. No sabiendo qué hacer, ni se debía pelear por escaparse del regazo de la señora Landsmile, Joffrey comenzó a sentir unos temblores inusitados. Todo su cuerpo empezó a sacudirse y su lengua se convirtió en una cosa que ya no guardaba relación con él mientras de su hocico comenzaba a brotar una saliva espumosa.
Cuando la señora Landsmile se percató de los temblores que estremecían a su amigo, lo lanzó contra el sofá y retrocedió aterrorizada; tenía fresca en su memoria la noticia de aquel caballo que se había transformado.
-¡¿Te vas a transformar, cabrón?!
Al ver la espuma que salía de la boca de su mascota, y tras relacionarlo con los temblores, la señora Landsmile recordó que amaba a su perrito.
-¿Oh, Joffrey, es epilespsia?
La señora Landsmile se fue acercando, cautelosa, hacia el cuerpecito del perro.
-Voy a llamar por teléfono, ¿vale, Joffrey?
Joffrey Baratheon vio, en blanco y negro por supuesto, cómo se alejaba su dueña para llamar a un veterinario. Lentamente, había comenzado a sentirse mejor canalizando todos sus esfuerzos por ser, únicamente, el segundo de los perros que habría podido ser: aquel que regresaba junto a su cuenco con pienso y lo engullía frenéticamente.