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Mostrando entradas de febrero, 2020

Matar al perro

Me regalaron a mi perra cuando yo tenía diez años. A los pocos meses empezó a cojear y la llevamos al veterinario. En la clínica nos lo explicaron todo muy bien y muy claro: Cristi tenía un problema de cadera. Algo corregible, algo operable. Por un poco de dinero mi perra volvería a correr como cualquier otro perro. Pero entonces mi madre hizo gala de todo su oscurantismo y de toda su ignorancia: Algo no me dio buena espina. Solo quieren sacarnos el dinero. Además, yo en la radiografía vi algo que no me hizo gracia. Así que pensaron en deshacerse del perro antes de que yo le tomara cariño, como si los niños no amaran a sus perros instantáneamente para siempre. Mi madre me dijo que conocían a un veterinario de Zaragoza que se quedaban con los perros que estaban así, un poco cojos. Él los cuidaba. Tenía un terreno donde todos podían ladrar, cojear y ser amigos. Ese día me convertí en la persona que mejor conoce a mi madre, porque la desenmascaré completamente. Comprendí de golpe cuál era

La Copistería Alonso

Todas las impresoras son unas hijas de puta. Te manchan el papel, o no imprimen bien la cara trasera, o se quejan, con graznidos de máquina sufriente, de que nunca te ocupas de sus cabezales. Por eso, hace unos meses tomé la determinación de dejar que la mía muriese de inanición; ya no le compro tinta y solo la uso como escáner. Ahora voy a la Copistería Alonso. Lleva abierta casi 30 años y aún la regenta el viejo que la fundó, junto con dos de sus muchachos. El viejo se mueve alegre entre las máquinas de fotocopiar. Silba canciones mientras ajusticia papel con la guillotina, y te sonríe mientras te da el cambio. El problema es que la gente joven ya no quiere fotocopias ni encuadernaciones. Cada vez que voy y le digo que he enviado un correo electrónico para que me lo impriman, al viejo se le pone esa cara desolada que se le pone a los perros grandes cuando nadie les hace caso: Vale, un momento, ahora aviso a uno de los muchachos. Entonces se me

Estudio del sueño

Ronco. Como siempre ha roncado mi padre. Como siempre han roncado todos los hombres que conozco. Cuánto odiábamos a mi padre en mi casa por cómo roncaba. A Andrea ya no le hacen gracia mis chistes, mis explicaciones; yo ronco por las noches porque me transformo en una pesada locomotora que recorre el país de los sueños. Ella dice que el problema no es solo que haga ruidos, sino que pido ayuda: que me comporto como alguien que pide socorro mientras se ahoga en medio del mar. Ella ya debería saber que yo siempre me duermo a contracorriente. Sin descansar. Sin llegarme a creer nunca que la paz de dormir existe y sirve para descansar. He ido al médico y ya me han citado para hacerme un estudio del sueño. Me costará dormirme en el hospital. Me costará dormirme con esos tubos puestos. Me costará dormirme en mitad de la tristeza que emanan los televisores que funcionan con monedas. ¿Y para qué? Si ya sé qué es lo que va a pasar. Iremos juntos a recoge

Dar la noticia

Me levanté muy temprano para ir a su barrio a dar la noticia. No quería ser eficaz, no quería decirlo en el bar al que él solía ir y dejar que la gente se encargara de difundirlo con el boca a boca. Lo que yo quería era ir por la calle parando a las personas que mejor lo conocían y acuchillarles personalmente con la noticia. Ver cómo se les helaba el rostro, o cómo se llevaban la mano a la boca mientras me interrogaban con los ojos muy abiertos. Pero no hubo nada de eso. No sé cómo se las ingenió la muerte, pero cuando yo llegué ya había un cartel colgado en la portería del piso donde él vivía: Nuestro querido vecino, Juan Bizarro, ha muerto. Volví a casa distraído, insatisfecho, dándome cuenta de que ya no podría volver a ser ese muchacho joven que olía a hierba recién cortada.

La pasta

A principios de cada mes, justo después de que mi madre ya se hubiera marchado a la cama, mi padre sacaba uno de esos abultados sobres de papel de estraza que su jefe usaba para pagarle su sueldo de camarero. Entonces se ponía a hacer montoncitos con los billetes y a bisbisear especulaciones: ropa para esta gente (refiriéndose a mi madre y a mí), la comida, la cerveza, la luz y el agua. Parecía un loco jugando al solitario. Si por casualidad yo estaba despierto me llamaba y con voz fanfarrona intentaba instruirme para el día de mañana: ¿Lo ves? Así se organiza la pasta. Haces montoncitos con los gastos. Y lo que sobra lo escondes para imprevistos. Entonces envolvía los fajos de billetes en papel de aluminio hasta convertirlos en lingotes robóticos que iba escondiendo por toda la casa. Finalmente, cogía el fajo de billetes para los imprevistos, levantaba algún mueble muy pesado, que ni mi madre ni yo podríamos nunca levantar, y escondía el dinero debaj

Ding-dong

Debería cansarme del mundo y ocuparme solo de nuestra sonrisa. Debería tener más capacidad de luz, y limitarme a militar en cada pedazo de ahora. A veces solo quiero agachar la cabeza delante de ti, como si fueras una maestra buena que me anda riñendo siempre. No te imaginas, cuánto me apetece a veces atosigar con nosotros este último sol. Pero es que me importa todo. Es que rujo íntimamente. Es que la muerte, cada vez más a menudo, llama a mi puerta con su oscuro ding-dong. Qué miedo. Qué terror ser tan solo yo, a pesar de que sea contigo. Me caigo en un vacío lleno de estrellas y de planetas apabullantes. El terror a dejar de existir que ya me asaltaba de niño cada vez me lapida más. Tengo que seguir escribiendo para que mis textos me resuciten o para que, al menos, en el futuro todos sepan que siempre fui bueno con los pájaros y que nunca intenté atrapar ninguno.