Me regalaron a mi perra cuando yo tenía diez años. A los pocos meses empezó a cojear y la llevamos al veterinario. En la clínica nos lo explicaron todo muy bien y muy claro: Cristi tenía un problema de cadera. Algo corregible, algo operable. Por un poco de dinero mi perra volvería a correr como cualquier otro perro. Pero entonces mi madre hizo gala de todo su oscurantismo y de toda su ignorancia: Algo no me dio buena espina. Solo quieren sacarnos el dinero. Además, yo en la radiografía vi algo que no me hizo gracia. Así que pensaron en deshacerse del perro antes de que yo le tomara cariño, como si los niños no amaran a sus perros instantáneamente para siempre. Mi madre me dijo que conocían a un veterinario de Zaragoza que se quedaban con los perros que estaban así, un poco cojos. Él los cuidaba. Tenía un terreno donde todos podían ladrar, cojear y ser amigos. Ese día me convertí en la persona que mejor conoce a mi madre, porque la desenmascaré completamente. Comprendí de golpe cuál era