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Mostrando entradas de noviembre, 2019

La ventana

La gente cree que los poetas somos tímidos como lo son los asesinos en su vida cotidiana, cuando no asesinan, cuando solo son vecinos que pasan totalmente desapercibidos. Sin embargo, yo siempre estoy bebiendo cervezas y diciendo gilipolleces. En parte lo hago para que tú te conviertas en una fumadora pasiva de mi alegría. Tú y yo no somos personas a las que la vida les vaya a ir especialmente bien. Somos personas que aspiran a lo normal, a la medianía, a cometer la heroicidad de dedicarnos una media sonrisa de consuelo en mitad de un funeral. Por eso no quiero viajar ni hacer cosas excepcionales, porque no soy excepcional y prefiero concentrarme en celebrar la psicomotricidad fina con la que a veces tú y yo nos acariciamos la cara o nos damos un beso en la mejilla. Esa es la vida de los vivos y es la vida que siempre intento apresar en mis poemas. El otro día soñé con que una tribu de caníbales me perseguía y me daba caza. Por suerte recurrí al viejo truco de las películas malas: -Eh,

La noticia

Pasada la media noche fue una chica del personal de limpieza quien halló muerta en su lecho a mi abuela. Todos en aquel centro conocían a mi abuelo y temían, por su salud, despertarle y darle la noticia, así que prefirieron llamar a una de sus hijas. ¿Qué hacemos? Era de noche y hacía frío. Conspirábamos con la pena en el rostro y con las manos en los bolsillos. Como nos salía vaho de la boca parecíamos personajes de cómic hablando a través de bocadillos. -¿Lo llamamos? -¿Esperamos a mañana? -¿Usamos nuestra llave, entramos en su casa, lo despertamos con cuidado y se lo decimos? Ganó la última opción por mayoría absoluta, así que fuimos hasta su casa y nos apiñamos detrás de la puerta como si fuéramos un grupo de aprendices de hada a punto de hacer una buena obra. Giramos la llave y en completo silencio allanamos el piso de mi abuelo. Al entrar nos recibieron las cosas buenas de siempre. Los retratos de mis abuelos cuando eran jóvenes y un mont

Cuando me siento en un bar con Andrea

En los bares Andrea y yo nos reímos mucho pero también nos hacemos esas preguntas bestiales que hacen que te agarres a los reposabrazos de la silla y contestes no sé. 
En los bares también nos contamos cosas divertidas. El otro día le dije a Andrea que este año yo había perdido el alma. Por supuesto, era una broma, pero era una de esas bromas que van en serio. El año pasado cuando me arropaba notaba como unas brasas que me calentaban el pecho, una especie de calor de vida que ahora se ha extinguido pero que antes estaba. Este año ya no hay brasas, no hay nada a excepción del frío que me persigue desde la calle hasta mi casa. La próxima vez que me siente en un bar con Andrea me gustaría contarle que hace unas noches soñé con que era invisible. Lo bueno del sueño era que me comportaba exactamente como me comportaría yo si nadie pudiera verme. Iba a la terraza de un bar y me comía las olivas de la gente que había pedido vermut. D e s p u

Engaños terribles de la infancia

1 Durante muchos días estuve creyendo que mi abuelo era mago: Levantaba las manos del volante y me decía: Mira, Ivanete abro las puertas del parking solo con la mente. Muchos días fui por ahí diciendo que mi abuelo era mago y que podía abrir puertas solo con pensarlo. Hasta que un día la magia fue asesinada al ver en su regazo el rectángulo negro del mando a distancia. 2 Un tío mío con el que me llevaba pocos años me engañó un día diciéndome que los demonios existían. Le dije que no le creía y que mi padre me había dicho que eso eran solo inventos de las películas. Me dijo ¿quieres verlos? Asentí queriendo y no queriendo. Abrió un cajón y sacó unos rollos con negativos. Me dio una tira y me dijo que la pegase contra la ventana y mirase. Lo hice y un secreto terrorífico se coló dentro de mí: Los demonios existían. ¿Qué otra cosa podía ser si no toda esa gente de blancas encías y dientes negros que me sonreía? 3 Bajé a jugar a

Agradecimientos

A Ernesto, que desde que nos hicimos amigos me ha leído, animado, presionado y coaccionado para que publique. A mi abuelo, porque que aunque esté muerto siempre que lo llamo se monta en su Seat Ritmo color pistacho y acude a este libro A Jordi Gràcia, porque prefirió ser profesor y darnos clase a ser actor de doblaje y siempre ha tenido tiempo para nuestros manuscritos. A Concha, que lanza respingos mientras hiberna debajo de mi cama. Y a Andrea, porque aunque a veces trata mal al poeta, siempre trata bien al hombre.