En los bares
Andrea y yo
nos reímos mucho
pero también
nos hacemos esas preguntas bestiales
que hacen
que te agarres a los reposabrazos de la silla
y contestes
no sé.
En los bares
también nos contamos cosas divertidas.
El otro día
le dije a Andrea
que este año
yo había perdido el alma.
Por supuesto, era una broma,
pero era una de esas bromas que van en serio.
El año pasado
cuando me arropaba
notaba como unas brasas
que me calentaban el pecho,
una especie
de calor de vida
que ahora se ha extinguido
pero que antes estaba.
Este año ya no hay brasas,
no hay nada
a excepción del frío
que me persigue desde la calle
hasta mi casa.
La próxima vez
que me siente en un bar con Andrea
me gustaría contarle
que hace unas noches
soñé con que era invisible.
Lo bueno del sueño
era que me comportaba exactamente
como me comportaría yo
si nadie pudiera verme.
Iba a la terraza de un bar
y me comía las olivas
de la gente que había pedido vermut.
D
e
s
p
u
é
s,
iba a la biblioteca,
y le cambiaba las cosas de sitio
a la bibliotecaria
que siempre tiene entre manos
una novela de Gabriel García Márquez.
Juro que no era por asustarla,
sino por introducir
un poco de realismo mágico
en esa vida tan ensimismada.
Andrea a veces
me pregunta que si la quiero
o si voy a dejarla.
Yo creo
que es terrible
vivir en un mundo de espadas
de sí o de no.
no sé.
Pero cómo decirle
en la vida real,
en un momento normal,
que la velocidad
es alegre
cuando corremos a encontrarnos.
A menudo veo a Andrea triste.
Me da miedo que se hunda
y me gustaría que copiase de mí
y de mi familia
algo de esta energía
que se apodera de nosotros
cuando nos quedamos solos.
Nosotros
somos de esa gente
que tararea canciones mientras fríe huevos.
Mis abuelos
se daban la mano y se dedicaban sonrisas
cuando pasaban por delante de una frutería
y veían un melón especialmente grande.
Andrea y yo
nos reímos mucho
pero también
nos hacemos esas preguntas bestiales
que hacen
que te agarres a los reposabrazos de la silla
y contestes
no sé.
En los bares
también nos contamos cosas divertidas.
El otro día
le dije a Andrea
que este año
yo había perdido el alma.
Por supuesto, era una broma,
pero era una de esas bromas que van en serio.
El año pasado
cuando me arropaba
notaba como unas brasas
que me calentaban el pecho,
una especie
de calor de vida
que ahora se ha extinguido
pero que antes estaba.
Este año ya no hay brasas,
no hay nada
a excepción del frío
que me persigue desde la calle
hasta mi casa.
La próxima vez
que me siente en un bar con Andrea
me gustaría contarle
que hace unas noches
soñé con que era invisible.
Lo bueno del sueño
era que me comportaba exactamente
como me comportaría yo
si nadie pudiera verme.
Iba a la terraza de un bar
y me comía las olivas
de la gente que había pedido vermut.
D
e
s
p
u
é
s,
iba a la biblioteca,
y le cambiaba las cosas de sitio
a la bibliotecaria
que siempre tiene entre manos
una novela de Gabriel García Márquez.
Juro que no era por asustarla,
sino por introducir
un poco de realismo mágico
en esa vida tan ensimismada.
Andrea a veces
me pregunta que si la quiero
o si voy a dejarla.
Yo creo
que es terrible
vivir en un mundo de espadas
de sí o de no.
no sé.
Pero cómo decirle
en la vida real,
en un momento normal,
que la velocidad
es alegre
cuando corremos a encontrarnos.
A menudo veo a Andrea triste.
Me da miedo que se hunda
y me gustaría que copiase de mí
y de mi familia
algo de esta energía
que se apodera de nosotros
cuando nos quedamos solos.
Nosotros
somos de esa gente
que tararea canciones mientras fríe huevos.
Mis abuelos
se daban la mano y se dedicaban sonrisas
cuando pasaban por delante de una frutería
y veían un melón especialmente grande.