1
Durante muchos días
estuve creyendo que mi abuelo era mago:
Levantaba las manos del volante
y me decía:
Mira, Ivanete
abro las puertas del parking
solo con la mente.
Muchos días
fui por ahí diciendo
que mi abuelo era mago
y que podía abrir puertas
solo con pensarlo.
Hasta que un día
la magia
fue asesinada
al ver en su regazo
el rectángulo negro
del mando a distancia.
2
Un tío mío
con el que me llevaba pocos años
me engañó un día
diciéndome que los demonios existían.
Le dije que no le creía
y que mi padre me había dicho que eso
eran solo
inventos de las películas.
Me dijo ¿quieres verlos?
Asentí queriendo y no queriendo.
Abrió un cajón
y sacó unos rollos
con negativos.
Me dio una tira
y me dijo que la pegase contra la ventana
y mirase.
Lo hice
y un secreto terrorífico
se coló dentro de mí:
Los demonios existían.
¿Qué otra cosa podía ser si no
toda esa gente de blancas encías
y dientes negros
que me sonreía?
3
Bajé a jugar
a casa de un amigo
cuyos padres eran testigos de Jehova.
Sus padres cerraron la puerta de la habitación
mientras nos partíamos la cara
con nuestros muñecos.
Unos cuantos adultos
empezaron a hablar en el salón
y yo fui atrapando migajas de su discurso:
Al morir la vida no se termina.
Nos espera un lugar
acorde con la vida que llevamos en este mundo.
Seguí jugando con mi amigo
mientras intentaba disimular
el gran alivio que sentía:
Alguien me contaba por fin
que la muerte apenas existía.
Subí las escaleras de mi casa volando.
Dejé que mi madre me diera un beso en la mejilla,
sonreí a mi padre,
e incluso limpié la jaula del hámster.
Qué bien.
La muerte no existía,
solo había vida.