Pasada la media noche
fue una chica del personal de limpieza
quien halló muerta en su lecho
a mi abuela.
Todos en aquel centro
conocían a mi abuelo
y temían,
por su salud,
despertarle
y darle la noticia,
así que prefirieron
llamar a una de sus hijas.
¿Qué hacemos?
Era de noche y hacía frío.
Conspirábamos
con la pena en el rostro
y con las manos en los bolsillos.
Como nos salía vaho de la boca
parecíamos personajes de cómic
hablando a través de bocadillos.
-¿Lo llamamos?
-¿Esperamos a mañana?
-¿Usamos nuestra llave,
entramos en su casa,
lo despertamos con cuidado
y se lo decimos?
Ganó la última opción
por mayoría absoluta,
así que fuimos hasta su casa
y nos apiñamos detrás de la puerta
como si fuéramos un grupo
de aprendices de hada
a punto de hacer una buena obra.
Giramos la llave
y en completo silencio
allanamos el piso de mi abuelo.
Al entrar
nos recibieron
las cosas buenas de siempre.
Los retratos de mis abuelos
cuando eran jóvenes
y un montón
de fotos nuestras
en distintas etapas de nuestras vidas.
Fueron mi madre y mi tía
quienes entraron en su dormitorio
y lo zarandearon suavemente.
Él lo entendió enseguida.
Todo fue aun más sobrecogedor
al darnos cuenta
de lo vulnerable que era mi abuelo
en pijama.
Empezó a vestirse
triste y furioso.
A veces
lloraba mientras intentaba
ajustarse un zapato
o dar con el agujero apropiado
del cinturón
pero otras veces
enfadado
se preguntaba en voz alta
¡¿Cómo no me han llamado a mí
si es mi mujer?!
Y todos le íbamos mirando
sin saber qué responder,
pendientes de si le hacía falta algo
y a la vez
pensando en lo incapacitadora
que resulta la vejez.
fue una chica del personal de limpieza
quien halló muerta en su lecho
a mi abuela.
Todos en aquel centro
conocían a mi abuelo
y temían,
por su salud,
despertarle
y darle la noticia,
así que prefirieron
llamar a una de sus hijas.
¿Qué hacemos?
Era de noche y hacía frío.
Conspirábamos
con la pena en el rostro
y con las manos en los bolsillos.
Como nos salía vaho de la boca
parecíamos personajes de cómic
hablando a través de bocadillos.
-¿Lo llamamos?
-¿Esperamos a mañana?
-¿Usamos nuestra llave,
entramos en su casa,
lo despertamos con cuidado
y se lo decimos?
Ganó la última opción
por mayoría absoluta,
así que fuimos hasta su casa
y nos apiñamos detrás de la puerta
como si fuéramos un grupo
de aprendices de hada
a punto de hacer una buena obra.
Giramos la llave
y en completo silencio
allanamos el piso de mi abuelo.
Al entrar
nos recibieron
las cosas buenas de siempre.
Los retratos de mis abuelos
cuando eran jóvenes
y un montón
de fotos nuestras
en distintas etapas de nuestras vidas.
Fueron mi madre y mi tía
quienes entraron en su dormitorio
y lo zarandearon suavemente.
Él lo entendió enseguida.
Todo fue aun más sobrecogedor
al darnos cuenta
de lo vulnerable que era mi abuelo
en pijama.
Empezó a vestirse
triste y furioso.
A veces
lloraba mientras intentaba
ajustarse un zapato
o dar con el agujero apropiado
del cinturón
pero otras veces
enfadado
se preguntaba en voz alta
¡¿Cómo no me han llamado a mí
si es mi mujer?!
Y todos le íbamos mirando
sin saber qué responder,
pendientes de si le hacía falta algo
y a la vez
pensando en lo incapacitadora
que resulta la vejez.