Esta primavera
está resultando ser
una Semana Santa
en donde nadie resucita.
Me estoy acordando mucho
de lo bueno que era mi padre
inventándose las cosas que no sabía.
Ese es el ingrediente clave
para que un padre
te fascine durante toda tu infancia
y te defraude
durante el resto de tu vida.
Mi paternidad
es una maravilla sin audiencia.
Este es un asunto tan triste
como la tristeza
que sentía mi abuela
cuando alguna vez
me veía adelgazar.
Con la de cosas
que tengo que decir.
Con la de cosas
que tengo por enseñar
y, sin embargo,
los ojos cada vez
se me van afilando más
para solo ver
a mis fantasmas.
Yo, como todos,
fui hijo de gigantes.
Mi padre lo sabía todo
hasta que no supo nada.
A los doce fui consciente
de que yo sabía más que él
de matemáticas
y de que yo
comprendía
mucho mejor que mi madre
el mundo que me rodeaba.
Eran gigantes
y yo les superé;
así que deduje
que nunca fueron
personas admirables.
¿Y si me equivoqué?
¿Y si resulta que,
en realidad,
a mi edad,
mis padres
sí fueron memorables?
Yo solo me como las uvas de Fin de año, porque temo que si no lo hago, ese año muera mi madre. El otro día escuché un podcast en el que un médico hablaba de la cercanía de la inmortalidad. Decía que está a la vuelta de la esquina, para todos, en menos de 30 años. Pero de aquí a 30 años, mi madre, con su nombre de montaña, ya no estará viva. ¿Para qué querría un hijo echar de menos a sus padres de manera interminable? Si nos volviésemos inmortales, ¿se borrarían las líneas de la vida de nuestras manos? Si yo nunca fuera a acabarme, ¿me molestaría en seguir sonriendo a los pájaros del Delta, en señal de tímido agradecimiento por la primavera? Almacenaría tantas memorias a lo largo de los siglos, que me pregunto si mi cerebro no sobreescribiría los recuerdos que tengo de mi abuela cuando me quería. Cuando me besaba en la mejilla y me pedía que tuviera cuidado con los chicles, porque resulta que si un niño se traga un chicle, este se le puede pegar en el corazón. ¿Se puede seguir siendo hu...