El mundo antes de vosotras debía ser horrible. Me imagino a los padres de mis abuelos esperando al repartidor del hielo nerviosos e impacientes, como la gente de ahora cuando está a punto de recibir un paquete de Amazon. Neveras, diligentes amigas. Diligentes enfermeras del clima. Siempre en la cocina, blancas e inmaculadas como abuelitas que en lugar de tejer bufandas tejen frío para nosotros. ¿Qué sería de la carne sin vosotras? Sin esa habilidad vuestra para convertir las bacterias en meros alpinistas con la nariz roja y las extremidades entumecidas. Gracias por conservar mis filetes rojos y palpitantes como si fueran piezas de animales recién desollados en la nieve. Tampoco quisiera olvidarme de vuestras puertas. Perfectas para pegar la lista de la compra y los imanes de los sitios en donde fuimos felices. Hay una cosa de vosotras que me enternece hasta el tuétano: la gran mayoría aún no tenéis acceso a internet y no sabéis nada de cómo le ha ido