Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de julio, 2019

Gracias por enfriar mi cerveza

El mundo antes de vosotras debía ser horrible. Me imagino a los padres de mis abuelos esperando al repartidor del hielo nerviosos e impacientes, como la gente de ahora cuando está a punto de recibir un paquete de Amazon. Neveras, diligentes amigas. Diligentes enfermeras del clima. Siempre en la cocina, blancas e inmaculadas como abuelitas que en lugar de tejer bufandas tejen frío para nosotros. ¿Qué sería de la carne sin vosotras? Sin esa habilidad vuestra para convertir las bacterias en meros alpinistas con la nariz roja y las extremidades entumecidas. Gracias por conservar mis filetes rojos y palpitantes como si fueran piezas de animales recién desollados en la nieve. Tampoco quisiera olvidarme de vuestras puertas. Perfectas para pegar la lista de la compra y los imanes de los sitios en donde fuimos felices. Hay una cosa de vosotras que me enternece hasta el tuétano: la gran mayoría aún no tenéis acceso a internet y no sabéis nada de cómo le ha ido

The Wizard

No, joder. No podía acertar el número de la lotería. Tampoco podía saber qué empresas cotizarían mejor en bolsa, ni quién ganaría la Super Bowl, pero William podía decirte con bastante exactitud cuándo morirías, si tus sueños se harían realidad o si tus hijos serían o no felices. Pero un momento, ¿por qué cojones un adivino tan poderoso no podía decirte el número de la lotería, ni acertar quinielas, ni usar su magia para ganar dinero? ¡Ja! Pues porque sus poderes no funcionan así: William no “adivinaba” las cosas a través de imágenes, sino que era capaz de leer el destino textualmente. Visualizaba las vidas de las personas como si fueran líneas de un guion ya escrito; El Mago captaba los rostros de la gente como si fueran fotos de carné enganchadas a un currículum en donde figuraba una sinopsis de su vida. No, era imposible modificar el destino. William lo sabía mejor que nadie: a los 15 años se agachó para atarse los cordones de una bamba y vio reflejado en un charco de lluvia que i

La última conversación de Kate y Jason

Kate pensaba que el niño al que habían sentado en el pupitre de al lado apestaba. Estaba tan convencida de que Jason no se lavaba nunca que un día, haciéndose la distraída, le pintó un rayajo en el brazo. Al día siguiente, se fijó y la raya no seguía ahí; Jason sí que se duchaba. Entonces, ¿por qué olía así de mal? Un tiempo después, el chico faltó una semana a clase debido a una varicela. Para Kate no es que el mal olor de Jason hubiera desaparecido, es que ahora el pupitre de al lado olía a nada. 15 años después se casaron y ahora los tenemos aquí, sentados en el porche de su casa. Beben cervezas y fuman cigarrillos. Ambos son escritores y están a punto de mantener su última conversación juntos. Kate: Se me ha ocurrido una idea para un relato. Trata sobre una señora mayor, casi una anciana. Digamos que es una viuda de unos 65 años. Siempre lo hace todo igual. Come a la misma hora, se acuesta a la misma hora, se levanta a la misma hora, reza a la misma hora… Jason: Vale: se

Destello

Yo me reía con mi abuelo incluso en los pabellones de la muerte. Qué risa en aquellas leproserías de las salas de urgencias. Recuerdo a un neurólogo muy joven acercándose a mi abuelo en el hospital universitario: Señor Juan,  dígame nombres de animales. Pues: Un león. Un tigre. Una cabra. Una zebra. Una cabra. No, señor Juan. No repita animales. No, doctor. Si no repito animales. Esta cabra era otra.

Walter, Andrea, mi abuelo

Hace unos meses me compré un reloj inteligente. Hace cosas por mí que nunca había hecho nadie. Decidí que aquel reloj merecía tener un nombre: Walter. Cuando salgo un rato a caminar, Walter me envía mensajes de ánimo diciéndome que lo estoy haciendo genial. Por las noches, Walter mide la calidad y la cantidad de mi sueño. Me dice en qué momentos de la noche mi corazón estuvo latiendo más rápido o más despacio. Walter venía envuelto en una suave y mullida funda de embalaje. Cuando voy a dormir a casa de Andrea me llevo la funda y por las noches, bajo un argénteo rayo de luz de luna, me quito el reloj y le susurro a Andrea: Enseguida vuelvo, voy a ponerle a Walter el pijama. Ella pone los ojos en blanco, harta y me dice que no es normal que ame tanto a un reloj. Yo le digo que es perfectamente humano amar cosas que no son amables. Todos hemos besado a algún enemigo. Todos hemos amado a personas y a objetos que no merecían nuestro amor. Y tod