El mundo antes de vosotras
debía ser horrible.
Me imagino a los padres de mis abuelos
esperando al repartidor del hielo
nerviosos e impacientes,
como la gente de ahora
cuando está a punto de recibir
un paquete de Amazon.
Neveras,
diligentes amigas. Diligentes
enfermeras del clima.
Siempre en la cocina, blancas e inmaculadas
como abuelitas
que en lugar de tejer bufandas
tejen frío para nosotros.
¿Qué sería de la carne sin vosotras?
Sin esa habilidad vuestra
para convertir las bacterias
en meros alpinistas
con la nariz roja
y las extremidades entumecidas.
Gracias por conservar mis filetes
rojos y palpitantes
como si fueran piezas
de animales recién desollados en la nieve.
Tampoco quisiera
olvidarme de vuestras puertas.
Perfectas para pegar la lista de la compra
y los imanes
de los sitios
en donde fuimos felices.
Hay una cosa de vosotras
que me enternece hasta el tuétano:
la gran mayoría
aún no tenéis acceso a internet
y no sabéis nada de cómo le ha ido al mundo
desde que os conectaron por primera vez:
Algunas de vosotras
fuisteis creadas por marcas
que actualmente dominan el mundo
(Hola, neveras Samsung)
Pero otras, queridas Whirlpool,
estimadas Balay,
procedéis de marcas cuyas acciones
hace lustros que cayeron en picado.
Marcas que ya no volverán a fabricar más neveras.
Estáis solas.
Sois las últimas.
Sois la resistencia.
No os merecéis cómo os tratamos.
No os merecéis la cantidad de olvido y desánimo
que a veces almacenamos
en vuestro cajón de las verduras.
Cuántos tomates,
cuántas cebollas,
cuántas lechugas
me han mirado implorantes,
suplicando una eutanasia justa.
Cuando era pequeño
mis padres se peleaban mucho.
Ellos siempre
se reconciliaban de la misma forma:
mi madre le exigía algo de dinero a mi padre
y se iba a dar un paseo.
Al cabo de un rato,
ella regresaba a casa y nos decía,
casi jubilosa, casi como si no hubiese ocurrido nada:
¡Chicos, he traído helados!
Al cabo de unos minutos
yo me acercaba al congelador cuidadosamente,
atento por si se producían nuevos gritos.
Si ya nadie gritaba
escogía uno de los helados
y, sonriente, me lo comía en mi cuarto.
Cuando era un niño
la paz era algo
que podía meterse en la boca.