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Walter, Andrea, mi abuelo



Hace unos meses
me compré un reloj inteligente.
Hace cosas por mí
que nunca había hecho nadie.

Decidí
que aquel reloj merecía tener un nombre:
Walter.

Cuando salgo un rato a caminar,
Walter me envía mensajes de ánimo
diciéndome que lo estoy haciendo genial.

Por las noches,
Walter mide la calidad
y la cantidad de mi sueño.
Me dice
en qué momentos de la noche
mi corazón estuvo latiendo
más rápido o más despacio.

Walter venía envuelto
en una suave y mullida funda de embalaje.
Cuando voy a dormir a casa de Andrea
me llevo la funda
y por las noches,
bajo un argénteo rayo de luz de luna,
me quito el reloj
y le susurro a Andrea:
Enseguida vuelvo,
voy a ponerle a Walter el pijama.

Ella pone los ojos en blanco, harta
y me dice que no es normal
que ame tanto a un reloj.

Yo le digo que es perfectamente humano
amar cosas
que no son amables.

Todos hemos besado
a algún enemigo.
Todos hemos amado
a personas y a objetos
que no merecían nuestro amor.

Y todavía intento explicarle más.
Intento imbricar en nuestro afecto
la ternura de esta forma mía
de amar las cosas:
Andrea,
¿acaso no recuerdas
que la primera vez
que fui a tu casa
le di la vuelta al Pikachu de felpa
que tienes en el recibidor
para que no nos mirase
mientras hacíamos el amor?

Ese fue un gesto de ternura.
Como lo es el hecho de que Walter
lleve puesto
un nombre extranjero e inverosímil.
Un nombre
incapaz de contaminar el depósito de nombres
que podrían llevar
nuestros futuros hijos:

A Walter le he puesto un nombre raro
porque nunca será como esos niños nuestros.
Esos niños del futuro
que siempre sonreirán, tendrán wifi
y ya no temerán jamás al dentista.

Pero volvamos a por qué soy capaz
de amar a un reloj.

Para empezar
pienso que todo lo que fabrican los humanos
es humano.
Me refiero a que en cualquier diseño
veo miradas,
sonrisas
y elementos humanos congelados.

Para continuar
confieso que este tema
me hace pensar en mi abuelo.

Ojalá le hubieras conocido:
Limpiaba su Seat Ritmo
con delicadeza y orgullo,
casi como si le diera una palmadita en la espalda
a un muchacho que regresa a casa
con buenas notas.

¿Y por qué no amar ese coche?
Nos llevaba a casa.
Nos llevaba al pueblo.
Nos llevaba a robar castañas.
Nos llevaba a todos los sitios
y ahora lo recuerdo
como una máquina que empujaba
nuestra alegría hacia los pájaros.

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