Una de las cosas que Joe recuerda con mayor nostalgia de sus abuelos
es su sabiduría popular; sus remedios naturales, sus supersticiones.
Esa especie de ignorancia tierna e infantil que arrastran durante
toda su vida las personas analfabetas.
Por ejemplo, cuando Joe sufría de orzuelo su abuela se apresuraba a
meter una enorme llave hueca en la nevera. Pasado un rato, regresaba
con el metal frío y se lo restregaba por todo el ojo. Así se
curaban los orzuelos en la familia de la abuela, y eso a veces
propiciaba una violenta colisión con las creencias del abuelo,
porque en la familia de este, generación tras generación, los
orzuelos se habían curado frotando el ojo afectado con el culo de
una mosca.
Sus abuelos no solo sabían de medicina, sino que también tenían
mucho que aconsejar sobre la prevención de riesgos domésticos:
1) Joe no debía abrir la nevera descalzo. Si lo hacía podía morir
electrocutado.
2) Joe no debía caminar descalzo se había desencadenado una
tormenta eléctrica. También podía morir electrocutado.
3) Joe no debía dormir con los calcetines puestos, ¡nunca! Si lo
hacía, la circulación se le cortaría y se despertaría con los
pies podridos, y estos se le caerían de los tobillos al intentar
levantarse de la cama.
4) Joe no podía ponerse gorra durante mucho rato; su abuelo le decía
que con la gorra puesta el pelo no le respiraría y se le caería.
5) Joe no debía asomarse a ningún pozo, y mucho menos gritar dentro
de ellos para jugar con el eco. Cuando le preguntó a su abuelo que
por qué no podía hacer eco en los pozos, este le respondió con un
semblante definitivamente desafiante y severo:
-Porque no es tu voz la que rebota.
-¿Ah, no?
-No, es el diablo repitiendo tus palabras.
Obviamente, todo ese oscurantismo e ignorancia no eran óbice para
que sus abuelos fueran las personas que mejor habían cuidado de Joe
en toda su vida. Siempre que regresaba a casa después de haber
pasado un fin de semana con sus abuelos, volvía sonriendo y con el
pelo brillante.
El abuelo había muerto súbitamente, demostrando así que la vida
era puro gerundio: se había encendido un cigarrillo en el porche de
su casa y murió mientras se lo estaba fumando.
La abuela murió no demasiado después, y no lo hizo súbitamente,
demostrando así que la muerte también podía ser puro gerundio: se
estuvo muriendo durante dos eternas semanas en el hospital. Joe
recuerda los apretones de mano bajo la sábana del hospital y las
desangeladas sonrisas que su abuela le dedicaba bajo la mascarilla de
oxígeno.
Cuando Joe regresaba a casa después de haber bebido más de la
cuenta, se preguntaba, con los ojos llorosos, cómo explicarían sus
abuelos esta locura de las transformaciones.
¿Acaso le explicarían sus abuelos que las personas que ahora se
estaban transformando fueron niños que alguna vez abrieron la nevera
descalzos?