El otro día vi por la calle
a un niño
que llevaba un parche.
Dios mío, pensé:
¿Aún quedan niños con el ojo vago?
A 100 metros de mi casa
está la que creo que debe ser
la última cabina de este mundo.
Tiene el auricular siempre descolgado
como avisando, ya de entrada,
de que lleva mucho tiempo muerta.
He probado a meterle monedas y nada.
Siempre las oigo caer por su panza hueca
hasta que las caga.
Tengo el reloj de mi abuelo
aquí guardado en casa, parado.
Voy a mandar a arreglarlo
aunque no vaya a ponérmelo nunca.
Cuando Andrea se dé cuenta
me preguntará que por qué lo hago,
y no sabré cómo explicarle
que voy a arreglar el reloj de mi abuelo
porque es otra de las migajas de un mundo viejo,
en el que los domingos
eran tan sencillos
como sentarme con él
a ver uno de esos documentales
en los que los leones se manchan la barba
con la sangre
de las gacelas que matan.
A 100 metros de mi casa
está la que creo que debe ser
la última cabina de este mundo.
Tiene el auricular siempre descolgado
como avisando, ya de entrada,
de que lleva mucho tiempo muerta.
He probado a meterle monedas y nada.
Siempre las oigo caer por su panza hueca
hasta que las caga.
Tengo el reloj de mi abuelo
aquí guardado en casa, parado.
Voy a mandar a arreglarlo
aunque no vaya a ponérmelo nunca.
Cuando Andrea se dé cuenta
me preguntará que por qué lo hago,
y no sabré cómo explicarle
que voy a arreglar el reloj de mi abuelo
porque es otra de las migajas de un mundo viejo,
en el que los domingos
eran tan sencillos
como sentarme con él
a ver uno de esos documentales
en los que los leones se manchan la barba
con la sangre
de las gacelas que matan.