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Hablamos mucho con las cosas

En mi familia, siempre hemos hablado
mucho con las cosas.
El primero, mi abuelo,
que cuando limpiaba su coche
parecía que estaba
pasándole la esponja
a un delfín triste
que necesitara mimos.

Mi madre, a veces,
cuando se peleaba con mi padre,
se encerraba en su habitación,
sacaba sus joyas
y se ponía a hablar con ellas
en voz baja.

Nada de lo que vea en este mundo
podrá ponerme tan triste
como la imagen de mi madre
guardando de nuevo sus joyas
después de haber charlado
un rato con ellas.

De pequeño
yo tenía un muñeco
al que le puse de nombre Astraco.
Era naranja, tenía antenas
y venía del espacio exterior
en son de paz.

Un buen día (un mal día),
mi madre, la muy hija de puta,
me lo tiró a la basura.
Porque sí.
Porque lo vio muy viejo
y ocupaba mucho sitio.

Aquella semana
escribí varias cartas de despedida
e intenté escaparme
dos veces de casa.

Mi madre no entiende
que Astraco y yo
acumulamos
más horas de conversación
de las que jamás acumularemos
ella y yo
el resto de nuestras vidas.

Pero el primer premio
por charlar con las cosas
no lo ganamos mi madre ni yo.
Lo ganó mi abuelo,
y no por las conversaciones
que mantenía con su Seat Ritmo.

Cuando incineramos a mi abuela
mi abuelo empezó a hablar con la urna de sus cenizas.
Era penoso,
era ridículo
y él lo sabía,
pero no podía evitarlo.

A veces entrábamos mi primo y yo
con él a su casa
y él nos decía
Un momento. Tengo que hacer una cosa.
Y se metía en su cuarto
buscando privacidad,
pero a través de la puerta
se transpiraba siempre el mismo diálogo
Hola, cariño.
Ya estoy en casa.
Están aquí los niños.
Sí, tus nietos.

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