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Desánimo pandémico

Siempre he dicho
que quiero tener hijos.
Al menos, uno.

En este mismo libro,
hay poemas
en los que dialogo
con un hijo futuro.

Incluso cuando no tenía pareja
me pasaba el día bromeando
diciendo que un día
ahorraría el dinero,
iría a una tienda
y me compraría uno.

Y sin embargo,
ahora soy yo quien le dice a Andrea,
con una sonrisa
tan torcida como el corazón,
que quizá ya no es el momento
de tener hijos.

Supongo que solo lo pienso ahora.
En este ahora de ahora.
En este justo momento
pinzado entre el porvenir
y el yavenido.

¿Qué clase de mundo
es este que nos han legado?

Los viejos como mi abuelo
que crecieron con el sonido de las bombas
y fueron jóvenes
y conociendo a sus esposas
durante una dura dictadura militar,
deben pensar
que esto de la pandemia
y del cambio climático
no es más
que una epopeya de plástico.

Pero incluso a mí, a mí
que chorreo energía
como una bestia desgraciada
que solo piensa en vivir
sin hacer preguntas,
incluso a mí,
este mundo me deja sin aliento.

Tengo 35 años
y mi vida aún no ha despegado.
No se trata de que no haya alcanzado mis sueños,
sino de que ni siquiera
he alcanzado
una mediocridad
desde la que soñar tranquilo.

¿Un hijo?
¿Ahora?
¿Ahora que el mundo se ha convertido
en este paisaje
de perros que unen sus aullidos
a los de las ambulancias que
recorren la ciudad?

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