En el colegio,
los niños los llamábamos ‘cortapichas’;
hablo de esos bichos plateados
que parecen ciempiés pequeños.
En casa vemos alguno
casi a diario.
Andrea dice
que salen de los muebles viejos
de esta casa.
Esta casa que compró mi abuelo,
con el sueldo
de la fábrica de seda
en donde entró a trabajar
cuando llegó del pueblo.
Yo sé que algún día nos mudaremos.
Algún día
Andrea y yo
nos llevaremos nuestro amor
a otra parte.
Pero mientras tanto,
me resisto a hacer reformas.
Me cuesta desprenderme de las cosas.
Me opongo automáticamente
a los cambios buenos
que me propone Andrea.
Por ejemplo,
no soy nada partidario
de suplantar
a estos ancianos carcomidos,
por esbeltos suecos sin alma
del país de Ikea.
La razón es bien sencilla.
Mi padre y mi abuelo están muertos,
pero puedo hablarles de ellos
a estos muebles
y a esta casa
que encaja tan bien
en el mapa de mi infancia.
Yo sé que un día
Andrea y yo nos llevaremos
nuestro amor a otra parte.
Será un sitio mejor.
Estaremos hinchados de dicha
y muy contentos
con lo que el hilo y el viento
han hecho de nosotros.
Lo estoy viendo,
lo estoy proyectando:
Seremos tan felices
que tanta tarta
nos mellará los dientes
y aun así
sonreiremos.
Ahora Andrea grita
como en las pelis de miedo
cuando ve un cortapichas
trepando por la pared.
Yo primero me asusto.
Luego me enfado.
Y por último sonrío
porque sé que algún día
recordaré con cariño
nuestra batalla
contra los pececillos de plata.
los niños los llamábamos ‘cortapichas’;
hablo de esos bichos plateados
que parecen ciempiés pequeños.
En casa vemos alguno
casi a diario.
Andrea dice
que salen de los muebles viejos
de esta casa.
Esta casa que compró mi abuelo,
con el sueldo
de la fábrica de seda
en donde entró a trabajar
cuando llegó del pueblo.
Yo sé que algún día nos mudaremos.
Algún día
Andrea y yo
nos llevaremos nuestro amor
a otra parte.
Pero mientras tanto,
me resisto a hacer reformas.
Me cuesta desprenderme de las cosas.
Me opongo automáticamente
a los cambios buenos
que me propone Andrea.
Por ejemplo,
no soy nada partidario
de suplantar
a estos ancianos carcomidos,
por esbeltos suecos sin alma
del país de Ikea.
La razón es bien sencilla.
Mi padre y mi abuelo están muertos,
pero puedo hablarles de ellos
a estos muebles
y a esta casa
que encaja tan bien
en el mapa de mi infancia.
Yo sé que un día
Andrea y yo nos llevaremos
nuestro amor a otra parte.
Será un sitio mejor.
Estaremos hinchados de dicha
y muy contentos
con lo que el hilo y el viento
han hecho de nosotros.
Lo estoy viendo,
lo estoy proyectando:
Seremos tan felices
que tanta tarta
nos mellará los dientes
y aun así
sonreiremos.
Ahora Andrea grita
como en las pelis de miedo
cuando ve un cortapichas
trepando por la pared.
Yo primero me asusto.
Luego me enfado.
Y por último sonrío
porque sé que algún día
recordaré con cariño
nuestra batalla
contra los pececillos de plata.