Ni Sarah Connor ni John Connor. La otra noche
soñé que Juan José Legrán
e Iván Legrán (mi padre y yo)
perseguíamos a un Terminator T-800
para matarlo.
No sé cómo.
Quizá nos envió las coordenadas
el propio John Connor; la cosa
es que sabíamos la ubicación exacta
en donde el Terminator haría su aparición.
Ya está. Ahí estábamos. Ahí estaban los rayos azules.
Hojas de periódico empezaban a arremolinarse en espiral.
El cielo se convirtió en histeria de gaviotas
mientras Arnold Schwarzenegger
se materializaba desnudo
en mitad de un callejón.
Mátalo, hijo.
Me apremiaba mi padre.
Yo empuñaba un lanza-misiles
desde una azotea muy alta.
¿A qué esperas? ¡Dispárale ya!
Dejé de mirar
por la mirilla del lanza-misiles
y cansado
y triste
empecé a escudriñar el rostro mal afeitado de mi padre.
¿No te has parado a pensar
que quizá este Terminator es bueno?
Quizá este Terminator ha venido a ayudarnos.
Pero claro,
tú solo recuerdas la película de los 80.
La que viste cuando eras joven
y acababas de conocer a mi madre.
¿Pero y si te estás equivocando?
La última vez que nos vimos
me dijiste que yo estaba más gordo.
Te metiste conmigo
y me diste consejos de mierda
que nadie te había pedido.
A la semana siguiente,
después de varios días sin coger el teléfono,
hallaron tu cuerpo sin vida.
Un infarto.
Demasiada bebida.
El penoso hecho, padre,
de que te acabaras convirtiendo en alguien
cuyo cuerpo tenía que ser hallado
porque a todos
nos dabas igual.
No hay tristeza.
Solo una sombra.
Un fino viento.
Únicamente
ganas de decirte
que quizá no había que matar
a ese Terminator.