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La historia del cuchillo del mango rojo

Qué mal duermo.
Las hienas
y los camiones de basura
siempre se llevan mi sueño.

Cada vez, me avergüenza más
ir pasando por las edades
por las que yo recuerdo haber visto
pasar a mis padres.
Me siento menos hijo, menos nieto,
más desarraigado y más padre
de una vida
que aún no ha llegado a ningún puerto.

Lo único bueno
es que Andrea y yo
cada vez nos parecemos más
al matrimonio de la peli de UP:
Hacemos planes, miramos nubes
y rompemos la hucha
para reformar la casa.

El otro día
estuvimos haciendo recuento
de cubiertos.
Andrea se paró delante de un cuchillo
con el mango rojo y me preguntó,
‘¿Y este cuchillo? ¿Cómo es que solo tienes uno
con el mango rojo?’

No me atreví
a contarle que ese cuchillo lo compré
hace 16 años en París.
Estaba con Leila, mi primera novia, en el hotel
y nos dimos cuenta
de que nos hacía falta un cuchillo
con el que untar el paté.

A los tres días de estar en París
Leila y yo nos fuimos a dormir enfadados.
De madrugada me desperté
y vi que Leila estaba rodando
otra de sus películas de terror:
Intentaba cortarse las venas de la muñeca
con el cuchillo del paté.
Volví a cerrar los ojos y le espeté:
‘Leila,
ese cuchillos
es candidato al Nobel de la Paz;
no tiene dientes. ¡Es para untar,
no para matar!’


Cuando volví de ese viaje a París
mi relación con Leila
se convirtió una piscina
de aguas fecales.

Al deshacer la maleta
cogí el cuchillo con el mango rojo
y lo tiré a la basura.
Sin embargo, al día siguiente
apareció de nuevo
en el cajón de la cocina;
mi madre lo había rescatado
pensando que yo lo había tirado sin querer
mientras vaciaba el plato.

Pensé en volver a tirarlo muchas veces,
pero la juventud es como un aplauso muy corto,
y el cuchillo, en lugar de recordarme a Leila,
me recordaba a mí a los 18.

Cuando Andrea me preguntó si podíamos tirarlo,
le dije que sí
casi sin dudarlo.

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