Yo, que me prometí que nunca tendría
los problemas dentales
que tuvieron mis padres.
Yo, que siempre me dije,
que era imposible
que mis pies
terminaran siendo tan feos
como los de ellos,
ahora abro la boca delante del espejo
y examino mis muelas
sin entenderlas.
Incluso a veces, le pido a Andrea
que me dé
masajes en los pies
porque me duelen
como les dolían a ellos.
Andrea y yo nos hemos ido a vivir
a la casa que nos ha dejado mi madre.
La casa de mi infancia.
La primera que se compró mi abuelo
con el sueldo de la fábrica.
Empiezo a tener el mismo miedo
que siempre han tenido todos los miembros de mi familia;
miedo de mirar por la mirilla
y ver el hambre al otro lado.
Andrea y yo hemos cambiado al distribución de los muebles.
Para ahorrar dinero, hemos decidido
pintar nosotros mismos
el piso.
Al quitar el papel de las paredes había moho.
Debajo del moho había más pintura.
Y debajo de esa pintura, otra capa de papel
y debajo
más pintura.
Cuando hemos empezado a quitar el papel
ha sido como desollar a un animal cronológico:
ahí estaban estratificadas por capas
todas las etapas de esta casa.
Me ha dado un chispazo de nostalgia y de enfado
tener la total certeza
de lo que ha pasado:
mis padres siempre han atajado
por el camino más corto.
Poner papeles encima era más fácil que pintar.
Así eran ellos;
yo nací
porque cuando ellos eran jóvenes
casarse era más fácil que abortar.
Y aun así me ha parecido tierno
haber desenterrado
y haber puesto al descubierto
esta arqueología
de las paredes de mi casa.
Todas estas capas geológicas
me han hecho acordarme
de mis padres de jóvenes,
pintando cosas, tapando agujeros con masilla,
lavándose las manos con aguarrás
en la pica del lavabo.
En definitiva,
prestándole atención a la casa
cuando todavía
se la prestaban a su matrimonio
y el moho
era solo
una posibilidad.
los problemas dentales
que tuvieron mis padres.
Yo, que siempre me dije,
que era imposible
que mis pies
terminaran siendo tan feos
como los de ellos,
ahora abro la boca delante del espejo
y examino mis muelas
sin entenderlas.
Incluso a veces, le pido a Andrea
que me dé
masajes en los pies
porque me duelen
como les dolían a ellos.
Andrea y yo nos hemos ido a vivir
a la casa que nos ha dejado mi madre.
La casa de mi infancia.
La primera que se compró mi abuelo
con el sueldo de la fábrica.
Empiezo a tener el mismo miedo
que siempre han tenido todos los miembros de mi familia;
miedo de mirar por la mirilla
y ver el hambre al otro lado.
Andrea y yo hemos cambiado al distribución de los muebles.
Para ahorrar dinero, hemos decidido
pintar nosotros mismos
el piso.
Al quitar el papel de las paredes había moho.
Debajo del moho había más pintura.
Y debajo de esa pintura, otra capa de papel
y debajo
más pintura.
Cuando hemos empezado a quitar el papel
ha sido como desollar a un animal cronológico:
ahí estaban estratificadas por capas
todas las etapas de esta casa.
Me ha dado un chispazo de nostalgia y de enfado
tener la total certeza
de lo que ha pasado:
mis padres siempre han atajado
por el camino más corto.
Poner papeles encima era más fácil que pintar.
Así eran ellos;
yo nací
porque cuando ellos eran jóvenes
casarse era más fácil que abortar.
Y aun así me ha parecido tierno
haber desenterrado
y haber puesto al descubierto
esta arqueología
de las paredes de mi casa.
Todas estas capas geológicas
me han hecho acordarme
de mis padres de jóvenes,
pintando cosas, tapando agujeros con masilla,
lavándose las manos con aguarrás
en la pica del lavabo.
En definitiva,
prestándole atención a la casa
cuando todavía
se la prestaban a su matrimonio
y el moho
era solo
una posibilidad.