Últimamente
me viene mucho a la cabeza
la madre de mi padre.
Era muy bajita.
De pequeño, recuerdo que ella era
el único adulto
con el que no tenía que ponerme de puntillas
para darle un beso en la mejilla.
Su mirada también era pequeña
y estaba apenas sostenida
por una hogaza de sentimiento.
No sé
por qué
últimamente
pienso tanto en ella.
La única ropa
que yo le recuerdo
eran variaciones
de la misma bata pobre
que intentaba ser limpia
a base de manchas de lejía.
En cuanto entraba en su casa
ella me ofrecía lo único bueno que tenía:
agua. Agua del grifo.
Cada vez que ponía un pie en su piso
me contaba que allí en su barrio,
tan cercano a la montaña,
el agua era la mejor
de toda Barcelona.
Yo con mi mente de niño
siempre me imaginaba
un caño frío y azul
que conectaba el grifo
de la cocina de mi abuela
con algún manantial nevado.
Mi padre siempre salía a beber con sus hermanos.
Yo me quedaba viendo la tele
hasta que se despertaban mis tías.
Eran tres y siempre estaban solteras;
parecían sacadas
de algún cuento de Hans Christian Andersen.
Ellas se interesaban por mí
y hablaban conmigo
como solo saben hacerlo las mujeres con los niños:
como si pudieran quererte
sin apenas conocerte.
Cuando mi padre y sus hermanos regresaban
comíamos.
En una de esas comidas
me di cuenta
de que mi abuela
no sabía administrar las sonrisas.
A veces fijaba la mirada en una pared
y sonreía
mientras alguno de sus hijos se metía con ella.
Otras veces
curvaba los labios, pensativa,
con los ojos congelados
de quienes miran el pasado.
Últimamente
pienso mucho en la madre de mi padre.
Quizá sea
porque se murió con solo 58 años
y mi padre
los cumple el año que viene.
me viene mucho a la cabeza
la madre de mi padre.
Era muy bajita.
De pequeño, recuerdo que ella era
el único adulto
con el que no tenía que ponerme de puntillas
para darle un beso en la mejilla.
Su mirada también era pequeña
y estaba apenas sostenida
por una hogaza de sentimiento.
No sé
por qué
últimamente
pienso tanto en ella.
La única ropa
que yo le recuerdo
eran variaciones
de la misma bata pobre
que intentaba ser limpia
a base de manchas de lejía.
En cuanto entraba en su casa
ella me ofrecía lo único bueno que tenía:
agua. Agua del grifo.
Cada vez que ponía un pie en su piso
me contaba que allí en su barrio,
tan cercano a la montaña,
el agua era la mejor
de toda Barcelona.
Yo con mi mente de niño
siempre me imaginaba
un caño frío y azul
que conectaba el grifo
de la cocina de mi abuela
con algún manantial nevado.
Mi padre siempre salía a beber con sus hermanos.
Yo me quedaba viendo la tele
hasta que se despertaban mis tías.
Eran tres y siempre estaban solteras;
parecían sacadas
de algún cuento de Hans Christian Andersen.
Ellas se interesaban por mí
y hablaban conmigo
como solo saben hacerlo las mujeres con los niños:
como si pudieran quererte
sin apenas conocerte.
Cuando mi padre y sus hermanos regresaban
comíamos.
En una de esas comidas
me di cuenta
de que mi abuela
no sabía administrar las sonrisas.
A veces fijaba la mirada en una pared
y sonreía
mientras alguno de sus hijos se metía con ella.
Otras veces
curvaba los labios, pensativa,
con los ojos congelados
de quienes miran el pasado.
Últimamente
pienso mucho en la madre de mi padre.
Quizá sea
porque se murió con solo 58 años
y mi padre
los cumple el año que viene.