1
Comensales invisibles
Ni mi madre ni yo
hemos aprendido nunca
a cocinar solo para dos.
Hace años que cocinamos
solo para nosotros,
y aun así siempre nos termina
sobrando demasiada comida.
¿Por qué? ¿Por qué vamos echando
manojos de espaguetis
o puñados de arroz
y siempre tenemos la sensación
de que es muy poco y hay que añadir más?
¿Será por eso que llaman
memoria muscular?
¿Acaso echamos
al agua hirviente
manojos de espaguetis
y puñados de arroz
como si aún vivieran
mi abuelo y mi abuela?
A veces, después de comer,
me fijo en las ollas aún medio llenas
y pienso
ahí está otra vez, Iván,
la comida que sobrará,
la comida que habrá que tirar a la basura
porque al parecer,
no has podido resistirte
a cocinar otra vez
para tus comensales invisibles.
2
El pueblo metido en la casa
Siempre he pensado que la casa de mis abuelos
intentaba ser un pueblo
metido dentro de una casa.
Tenían uno de esos relojes de péndulo
que a cada hora
daba las campanadas.
Incluso por la noche.
¿Quién puede dudar
que esos enormes relojes de péndulo
no son otra cosa
que secretarios
de las viejas iglesias de los pueblos?
Cuando mis primos y yo
nos quedábamos a dormir con los abuelos,
oíamos las campanadas durante toda la noche
y por la mañana
teníamos cara de jornaleros exhaustos,
despeinados y con ojeras.
Supongo que para mis abuelos
el sonido de campanas
era necesario; era como un mueble
que convertía en rural y humano
un piso deshumanizado y urbano.
De hecho,
mis abuelos incluían
dentro de su catequesis campesina,
ponernos orinales
debajo de la cama.
Como si no vivieran en un piso con dos cuartos de baño.
Como si no hubiera luz eléctrica:
como si nosotros fuéramos ellos durante la posguerra
y existiera la posibilidad
de que en medio de la noche
nos pasara algo
al salir al campo a orinar.
Mis primos y yo
nos esperábamos a tener ganas de mear los tres
y entonces, entre risas,
meábamos a la vez
en aquellos orinales
hasta llenarlos a rebosar.
A la mañana siguiente
mi abuela vaciaba en el retrete
la sopa fétida de orines.
Yo me la imagino sonriente,
tirando de la cadena contenta.
Pensando que una vez más
sus tres nietos
habían amanecido
sanos y salvos
sin que se los tragara el tenebroso campo.
Comensales invisibles
Ni mi madre ni yo
hemos aprendido nunca
a cocinar solo para dos.
Hace años que cocinamos
solo para nosotros,
y aun así siempre nos termina
sobrando demasiada comida.
¿Por qué? ¿Por qué vamos echando
manojos de espaguetis
o puñados de arroz
y siempre tenemos la sensación
de que es muy poco y hay que añadir más?
¿Será por eso que llaman
memoria muscular?
¿Acaso echamos
al agua hirviente
manojos de espaguetis
y puñados de arroz
como si aún vivieran
mi abuelo y mi abuela?
A veces, después de comer,
me fijo en las ollas aún medio llenas
y pienso
ahí está otra vez, Iván,
la comida que sobrará,
la comida que habrá que tirar a la basura
porque al parecer,
no has podido resistirte
a cocinar otra vez
para tus comensales invisibles.
2
El pueblo metido en la casa
Siempre he pensado que la casa de mis abuelos
intentaba ser un pueblo
metido dentro de una casa.
Tenían uno de esos relojes de péndulo
que a cada hora
daba las campanadas.
Incluso por la noche.
¿Quién puede dudar
que esos enormes relojes de péndulo
no son otra cosa
que secretarios
de las viejas iglesias de los pueblos?
Cuando mis primos y yo
nos quedábamos a dormir con los abuelos,
oíamos las campanadas durante toda la noche
y por la mañana
teníamos cara de jornaleros exhaustos,
despeinados y con ojeras.
Supongo que para mis abuelos
el sonido de campanas
era necesario; era como un mueble
que convertía en rural y humano
un piso deshumanizado y urbano.
De hecho,
mis abuelos incluían
dentro de su catequesis campesina,
ponernos orinales
debajo de la cama.
Como si no vivieran en un piso con dos cuartos de baño.
Como si no hubiera luz eléctrica:
como si nosotros fuéramos ellos durante la posguerra
y existiera la posibilidad
de que en medio de la noche
nos pasara algo
al salir al campo a orinar.
Mis primos y yo
nos esperábamos a tener ganas de mear los tres
y entonces, entre risas,
meábamos a la vez
en aquellos orinales
hasta llenarlos a rebosar.
A la mañana siguiente
mi abuela vaciaba en el retrete
la sopa fétida de orines.
Yo me la imagino sonriente,
tirando de la cadena contenta.
Pensando que una vez más
sus tres nietos
habían amanecido
sanos y salvos
sin que se los tragara el tenebroso campo.