Ir al contenido principal

Efervescencia programada

Mi madre está bien de salud.
Bueno, no. Está mal
pero está igual de mal que siempre.
El problema no es ese.
El problema es que mi madre
está efervesciendo.

Mi madre se me diluye
como si los años
la estuvieran
rebajando con agua.

Ya no escucha La Pantoja,
ni George Michael,
soy yo, su hijo,
quien ha recogido el testigo
de las cosas que le gustaban.
Ahora soy yo quien
tararea Marinero de luces
o Freedom mientras hago
las tareas de casa.

Ayer me preguntó por teléfono
a qué partido tiene que votar.

Estoy empezando a ser yo
quien tiene que decirle a mi madre
quién es.

Menudo overbooking de sombras.
Menudo fastidio.
Menuda tristeza
este bajo grado de beligerancia
que tiene mi madre
para preservarse del fuego,
del hielo,
del tiempo
o de lo que sea que quiera
deshacerla.

Mi madre se está derritiendo
y yo soy su bastión de identidad.

Qué curioso
que esta madre aguada
me esté convirtiendo en un ser
tan altamente inflamable.

Pero mi madre está bien.
La muerte aún no aúlla en su puerta.

Esto trata de mí
intentando todo el tiempo
devolverle la forma que tenía antes.
Antes cuando ella era una madre joven
y yo un niño
que comía sandía con su abuelo.

Entradas populares de este blog

Inmortal

Yo solo me como las uvas de Fin de año, porque temo que si no lo hago, ese año muera mi madre. El otro día escuché un podcast en el que un médico hablaba de la cercanía de la inmortalidad. Decía que está a la vuelta de la esquina, para todos, en menos de 30 años. Pero de aquí a 30 años, mi madre, con su nombre de montaña, ya no estará viva. ¿Para qué querría un hijo echar de menos a sus padres de manera interminable? Si nos volviésemos inmortales, ¿se borrarían las líneas de la vida de nuestras manos? Si yo nunca fuera a acabarme, ¿me molestaría en seguir sonriendo a los pájaros del Delta, en señal de tímido agradecimiento por la primavera? Almacenaría tantas memorias a lo largo de los siglos, que me pregunto si mi cerebro no sobreescribiría los recuerdos que tengo de mi abuela cuando me quería. Cuando me besaba en la mejilla y me pedía que tuviera cuidado con los chicles, porque resulta que si un niño se traga un chicle, este se le puede pegar en el corazón. ¿Se puede seguir siendo hu...

Sin hijo

Esta primavera está resultando ser una Semana Santa en donde nadie resucita. Me estoy acordando mucho de lo bueno que era mi padre inventándose las cosas que no sabía. Ese es el ingrediente clave para que un padre te fascine durante toda tu infancia y te defraude durante el resto de tu vida. Mi paternidad es una maravilla sin audiencia. Este es un asunto tan triste como la tristeza que sentía mi abuela cuando alguna vez me veía adelgazar. Con la de cosas que tengo que decir. Con la de cosas que tengo por enseñar y, sin embargo, los ojos cada vez se me van afilando más para solo ver a mis fantasmas. Yo, como todos, fui hijo de gigantes. Mi padre lo sabía todo hasta que no supo nada. A los doce fui consciente de que yo sabía más que él de matemáticas y de que yo comprendía mucho mejor que mi madre el mundo que me rodeaba. Eran gigantes y yo les superé; así que deduje que nunca fueron personas admirables. ¿Y si me equivoqué? ¿Y si resulta que, en realidad, a mi edad, mis padres sí fueron ...

Por el camino de la playa

Annie nunca quiso escaparse conmigo. Robar bancos. Huir. Registrarnos juntos en hoteles usando nombres falsos de ladrones famosos. Podríamos haberlo hecho. Podríamos haber migrado constantemente hacia veranos como este en el que apenas llueve pero en el que las tormentas eléctricas hacen que el verano no pare de rechinar los dientes. Hubiéramos ido a lugares peligrosos. Depósitos de agua con las patas frágiles y rayos que hacen que la gente mire al cielo mientras acaricia el lomo de sus biblias. Podríamos haber viajado en coche sonriendo hacia el futuro. El mundo entero hubiera sido tan solo un montón de polvo y de cadáveres detrás de nosotros. Se podía. A esa edad se podía hacer de todo. Alimentarnos del sol reflejado en los charcos. Ser salvajes y olvidarnos de que en casa para leer y para ver la tele necesitamos ponernos las gafas. Pero Annie no quiso y ahora la vida ejerce sobre mí una mirada marchita. Camino, aburrido y furioso por el c...