Todas las chicas que conocía
se marcharon hace tiempo
en trenes negros
enganchados
a locomotoras furiosas
que no sabían nada sobre
las historias que estaban tachando.
Uno luego va creciendo así,
un poco tachado por sus historias. Un poco
buscando en la papelera del pasado
arrugados décimos de lotería que tiramos
sin fijarnos bien en lo que ponía.
Pero en verdad
sí que nos fijamos, y va llegando
con los años también esta certeza
de que ninguna de esas viejas bolas
de papel arrugado
podría haber contenido nunca
la combinación ganadora.
No estuvo tan mal, tengo que admitirlo.
Fue necesario y tuvo su parte buena:
agrandarse con alguien,
fijarse en alguien ferozmente
y forcejear con la alegría
hasta terminar rendidos
como bestias después de haber jugado demasiado.
Pero es eso, tanto jugar cansa. Y ahora
me parece
que todas las chicas vienen
con un pan mordido bajo el brazo.
Ya no soy,
ya no podremos volver a ser nunca
tan jóvenes como entonces,
cuando para curarnos de cualquier enfermedad
nos bastaba con sonreír mientras comíamos fruta.
Adiós a los dragones peleando
y adiós
al sabor nuevo de los relatos de la vida.
Todas las lunas
acaban de salir
del mismo congelador
y todos los árboles de la noche
son como muebles comprados en la luna.
Ahora el amor
es secundario porque
tengo otra misión:
he venido a impresionaros. He venido
a coger las palabras dormidas
y despertarlas poniéndoles una flor en el pelo:
miradlas, por favor,
mordedlas.
Ojalá ahora os sepan a algo nuevo.
Ahora están hechas
de trenes negros que se alejan
y de mujeres con un pan mordido bajo el brazo.
Mujeres que hacen que prefiera
correrme en servilletas.