1
Voy a contarte cosas.
Ahora que nuestra risa
todavía es frondosa.
Ahora que todavía
la vida tiene buenas cartas en la mano,
y aún nos lanzamos
miradas peligrosas
y nos enviamos gestos lascivos
que es mejor
mantener fuera
del alcance de los niños.
2
Yo, Andrea, como buen hijo
de malos cristianos,
pienso que Dios
es solo el Prozac
que había antes de las máquinas de vapor.
Pero igual que en San Manuel Bueno Mártir
quiero creer, y por eso,
un poco, sí que creo:
A veces pienso en el cielo.
Me veo allí. Hay gente vestida de blanco
y nubes como en los anuncios de queso Philadelphia.
Sé que después de rellenar muchos papeles,
pedir muchas disculpas
y soportar que San Pedro
me enarque las cejas un par de veces,
me dejarán entrar en el cielo.
Como en la tierra, la gente en el cielo irá a lo suyo.
Al fin y al cabo,
el paraíso debe ser una ciudad muy populosa.
Muchos carteles y muchas flechas apuntan hacia Dios,
pero a mí
lo único que de verdad me importa del paraíso
es volver a escuchar el ladrido
de mi primer perro.
Mi primer perro, una perra: Cristina.
¿Por qué Cristina?
Primero porque me hacía gracia
y segundo
porque lo único que tenía claro de niño
es que los perros
merecen tener nombre de persona.
Pues eso.
Entro en el cielo. Mi perra ladra.
Da vueltas a mi alrededor
y me celebra
como cuando yo era niño
y regresaba de la escuela a casa.
Después aparece mi abuelo y me sonríe.
Si el cielo, como espero, está bien hecho
y es un lugar amable
mi abuelo puede volver a fumar
y a dejarse las mismas patillas largas
que le he visto en las fotos de boda de mis padres.
3
Lo único bueno de caerme de la bici
es poderte enseñar mis rodillas ensagrentadas
antes de meterme contigo en la cama.
Pero para ser franco,
tienes que saber que también me gusta
apagar la luz
y recordarnos que con las luces apagadas
solo somos dos cuerpos separados en la oscuridad.
Sin embargo, también es cierto
que lo que más me gusta
es que cuando nos despertamos
ambos somos tan guapos
como estrellas de Hollywood sin maquillar.
4
Supongo que madurar es donar sangre.
Aprender a no dejarse abierto el azúcar.
No querer a nadie
incondicionalmente.
Has empezado. Empiezas a decirme que me quieres
y empiezas a esperar que yo te responda.
Debes saber
que no sé si alguna vez podré hacerlo.
Cuando se murió mi abuelo,
en el hospital nos devolvieron
sus efectos personales dentro de una bolsa de basura:
-Las llaves de su casa
con un llavero
de la fábrica en la que trabajó durante 40 años.
-Su monedero.
-Su dentadura postiza.
-La cartilla del banco.
-Un sobre con el dinero que pensaba darnos
a sus tres nietos para Reyes
y que ya tenía preparado,
quizá porque presentía
que antes podía pasarle algo.
A mi abuelo nunca le dije que lo quería.
Mi padre perdió todos sus dientes, de golpe, el año pasado.
La tristeza es el dentista más sanguinario que existe.
A mi padre nunca le he dicho que lo quiero.
Mi madre llora a veces,
y a veces
me lanza una de esas miradas
que sé que con el tiempo
se acabarán convirtiendo en un piano triste.
A mi madre nunca le he dicho que la quiero.
Y sin embargo, Andrea,
me gusto así.
Estoy a muerte con Shakespeare cuando mata a alguien
fuera de escena.
Yo amo a la gente
fuera de escena.
Andrea, por eso
te pido que no me pidas
que haga pan con mis sentimientos.
Voy a contarte cosas.
Ahora que nuestra risa
todavía es frondosa.
Ahora que todavía
la vida tiene buenas cartas en la mano,
y aún nos lanzamos
miradas peligrosas
y nos enviamos gestos lascivos
que es mejor
mantener fuera
del alcance de los niños.
2
Yo, Andrea, como buen hijo
de malos cristianos,
pienso que Dios
es solo el Prozac
que había antes de las máquinas de vapor.
Pero igual que en San Manuel Bueno Mártir
quiero creer, y por eso,
un poco, sí que creo:
A veces pienso en el cielo.
Me veo allí. Hay gente vestida de blanco
y nubes como en los anuncios de queso Philadelphia.
Sé que después de rellenar muchos papeles,
pedir muchas disculpas
y soportar que San Pedro
me enarque las cejas un par de veces,
me dejarán entrar en el cielo.
Como en la tierra, la gente en el cielo irá a lo suyo.
Al fin y al cabo,
el paraíso debe ser una ciudad muy populosa.
Muchos carteles y muchas flechas apuntan hacia Dios,
pero a mí
lo único que de verdad me importa del paraíso
es volver a escuchar el ladrido
de mi primer perro.
Mi primer perro, una perra: Cristina.
¿Por qué Cristina?
Primero porque me hacía gracia
y segundo
porque lo único que tenía claro de niño
es que los perros
merecen tener nombre de persona.
Pues eso.
Entro en el cielo. Mi perra ladra.
Da vueltas a mi alrededor
y me celebra
como cuando yo era niño
y regresaba de la escuela a casa.
Después aparece mi abuelo y me sonríe.
Si el cielo, como espero, está bien hecho
y es un lugar amable
mi abuelo puede volver a fumar
y a dejarse las mismas patillas largas
que le he visto en las fotos de boda de mis padres.
3
Lo único bueno de caerme de la bici
es poderte enseñar mis rodillas ensagrentadas
antes de meterme contigo en la cama.
Pero para ser franco,
tienes que saber que también me gusta
apagar la luz
y recordarnos que con las luces apagadas
solo somos dos cuerpos separados en la oscuridad.
Sin embargo, también es cierto
que lo que más me gusta
es que cuando nos despertamos
ambos somos tan guapos
como estrellas de Hollywood sin maquillar.
4
Supongo que madurar es donar sangre.
Aprender a no dejarse abierto el azúcar.
No querer a nadie
incondicionalmente.
Has empezado. Empiezas a decirme que me quieres
y empiezas a esperar que yo te responda.
Debes saber
que no sé si alguna vez podré hacerlo.
Cuando se murió mi abuelo,
en el hospital nos devolvieron
sus efectos personales dentro de una bolsa de basura:
-Las llaves de su casa
con un llavero
de la fábrica en la que trabajó durante 40 años.
-Su monedero.
-Su dentadura postiza.
-La cartilla del banco.
-Un sobre con el dinero que pensaba darnos
a sus tres nietos para Reyes
y que ya tenía preparado,
quizá porque presentía
que antes podía pasarle algo.
A mi abuelo nunca le dije que lo quería.
Mi padre perdió todos sus dientes, de golpe, el año pasado.
La tristeza es el dentista más sanguinario que existe.
A mi padre nunca le he dicho que lo quiero.
Mi madre llora a veces,
y a veces
me lanza una de esas miradas
que sé que con el tiempo
se acabarán convirtiendo en un piano triste.
A mi madre nunca le he dicho que la quiero.
Y sin embargo, Andrea,
me gusto así.
Estoy a muerte con Shakespeare cuando mata a alguien
fuera de escena.
Yo amo a la gente
fuera de escena.
Andrea, por eso
te pido que no me pidas
que haga pan con mis sentimientos.