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Muñecos de nieve

Hijo, por culpa de mi padre
la muerte me aprieta en el zapato.

Andrea y yo no te estamos teniendo.
Yo, al menos,
sé que te estoy cambiando
por la experiencia de echarte de menos.
Por la experiencia de venir aquí
a hablarte a ti, hijo, de mi padre muerto.

Verás, la muerte de tu abuelo
fue tan normal,
tan racional,
que cuando me dieron la noticia
no pude apartar de mi cabeza
la lista de la compra.

Tu abuelo y la muerte
eran la balada
de una rama
que se dejaba arrastrar por la corriente.

Lo que me hubiera gustado, hijo.
Lo que me hubiera impresionado
hasta el punto
de ponerme de punta las entrañas
hubiera sido verle nacer.
Ver a mi padre irrumpir en este mundo
con los puños cerrados.

Verle llegar rompiendo la nada
en un día tan blanco
que su final
aún no estuviera escrito.

Eso quiero, hijo.
¿Tú me puedes dar eso?
Oír a mi padre gritar, llorar
y reclamar la vida
que dejó de reclamar
cuando se le encorvaron
la espalda y las esperanzas.

A veces mi padre me miraba sorprendido, nervioso
como si en lugar de estar mirándome a mí
se estuviera estrujando el pecho con la mano
al caer en la cuenta
que después de dejar de creer en Dios
hay que dejar también
de creer en los hijos.

Puede que Andrea y yo
nos conformemos con un gato
al que le daremos el nombre
que te hubiésemos dado a ti.

Lo malo de las mascotas
es que todas son niños
que mueren prematuramente.

Pero los hijos también pueden morir
prematuramente,
y con las mascotas
puedes agarrar una pala
y enterrarlas cerca de la playa.

Hijo, creo que ya no te quiero aquí, conmigo.
Para qué
si el mundo se está convirtiendo
en lugar sin lugares alegres
en donde los niños puedan resfriarse
haciendo muñecos de nieve.

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