Soy un elefante
que llora escuchando Beethoven.
Estos días he caminado mucho
por los caminos de la playa.
Me encuentro con mucha lavanda
que cabecea con el viento.
La cojo.
La aplasto entre las yemas de mis dedos
y su olor
es el de un mundo que funciona mejor.
Siempre que huelo lavanda
recuerdo un documental
que vi por la tele,
en el que explicaban
que los egipcios
frotaban con lavanda los cadáveres
para ahuyentar el olor a muerte.
Camino por los caminos de la playa
mientras se acalla
todo el bullicio sentimental.
Ahora que casi reina el silencio
tengo claro que si algo
me ha demostrado Dios
es su propia inexistencia.
Da igual
que Dios no exista,
existen los estorninos,
con su pecho manchado de cosmos,
y con su canto,
al que los dioses
solo podrían envidiarlo.
Andrea se ha marchado
mientras el viento de setiembre
intenta quitarme
las mosquiteras que ella fijó
en todas las ventanas de casa.
Setiembre es un niño que da portazos.
Cómo nos reíamos en casa
cuando le decía a Andrea
que los portazos del viento
los daba el fantasma
de un niño
al que asesinaron en este edificio.
Solo eran bromas de enamorados.
En este edificio
el único niño que ha muerto
es el que yo fui.
Para mí el pasado
es una señal de violencia.
Mi madre me dice
que no ha borrado ninguna foto de Andrea.
Le respondo
que yo tampoco.
Más allá del cajón de los cuchillos
siempre está el corazón.