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Por fin mi casa está encantada

La primera noche esperaba oír algún ruido.
Si quiera,
algún portazo
de aprobación o de protesta
en el armario
en el que había guardado
las cenizas de mi padre.

Mi padre no se había portado
especialmente bien
hacia el final de su vida
así que pensé que,
al menos,
en algún momento
la Biblia se movería
o algún crucifijo
empezaría a girar en la pared.

Pero nada.
No sentí ningún escalofrío.
No se rompió ningún vaso.
No escuché ningún susurro
durante la madrugada.

La vida ha ido continuando
y esta casa
se ha resistido
a dejar entrar
al fantasma que le corresponde.

Sin embargo,
todo cambió la otra noche.

LLegué del trabajo
y me senté en la cama
para descalzarme las bambas.
Nada más sentarme lo noté:
no se me hundía el culo;
el colchón había rejuvenecido,
volviéndose duro
como el día en que llegó a esta casa.

Me levanté de un brinco
y empecé con las carcajadas.
¡Cabrón!


Así fue
como supe
que el fantasma de mi padre
había estado conmigo
todo este tiempo.
Simplemente,
ha pasado
lo mismo que pasaba
cuando él estaba vivo;
hemos estado un tiempo
sin dirigirnos la palabra.

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