A veces charlo con el amor,
siempre en días de lluvia y siempre
debajo de un paraguas negro.
Él ya no me promete nada nuevo.
Solo habla del pasado;
de cosas que convertí
hace ya mucho tiempo
en poemas.
Yo siempre le respondo cansado.
Le insisto
en que ya he visto
todas las señales de tráfico del amor.
Él fuma. Suelta humo bajo el paraguas.
Ríe gris
y se va
cuando ya no sabe de qué más hablar.
He hecho una nueva amiga.
Tiene 18.
Se coge al sillín de mi bici yendo en patines.
¡Socorro!
¡Una chica de 18 se ha enganchado a mi bicicleta!
La gente sonríe al mirarnos. Chicas así,
jóvenes, bonitas. Chicas sobre las que la vida
aún no ha apagado ningún cigarrillo
son las únicas flores de verdad
que puede haber en una ciudad.
Quiero preguntarle cosas. Muchas cosas.
Me apetece convertirme
en un sabio de ella.
Vamos al camino de la playa.
Allí está la funeraria
en donde enterraron
a mi abuelo y a mi abuela y,
aunque el horno crematorio está en otra parte,
siempre que veo nubes negras
sobre ese edificio
me imagino
que están incinerando cadáveres
y transformándolos
en un viento errante.
Alba se despega de mi bici
para “ir a por la merienda”.
Recoge moras del camino.
Mi abuelo también lo hacía.
Venía hasta aquí con un cesta
y con un saco
y recogía moras y caracoles.
Los caracoles los echaba en barreños
en cuyos bordes
trazaba círculos de sal
para que no pudieran escapar.
Ellos lo intentaban
y entonces parecían casi humanos:
Tocaban con una de sus antenitas la sal
y retrocedían de repente,
doloridos, como cuando tú te pones
a hacerte un huevo frito
y de sopetón te salta el aceite.
Yo lloraba. Le pedí a mi abuelo que los soltara,
que volviera a pegarlos a los postes y a las vallas
del camino de la playa.
Del amor ya no espero nada.
Ahora sé que no existe
ese coche con latas vacías,
atadas al guardabarros,
que al final de las malas películas
indican que por fin los novios
empiezan su verdadera vida.
La vida siempre fue de verdad.
Te lo susurra alguna muerte vivida
o alguna luz
que se desploma inesperadamente.
La cosa es que vas continuando
y antes del punto final
hay muchos puntos y aparte,
a lo mejor lo adviertes
mientras una chica que está a tu lado come moras
y de repente
un viento errante
os azota.
siempre en días de lluvia y siempre
debajo de un paraguas negro.
Él ya no me promete nada nuevo.
Solo habla del pasado;
de cosas que convertí
hace ya mucho tiempo
en poemas.
Yo siempre le respondo cansado.
Le insisto
en que ya he visto
todas las señales de tráfico del amor.
Él fuma. Suelta humo bajo el paraguas.
Ríe gris
y se va
cuando ya no sabe de qué más hablar.
He hecho una nueva amiga.
Tiene 18.
Se coge al sillín de mi bici yendo en patines.
¡Socorro!
¡Una chica de 18 se ha enganchado a mi bicicleta!
La gente sonríe al mirarnos. Chicas así,
jóvenes, bonitas. Chicas sobre las que la vida
aún no ha apagado ningún cigarrillo
son las únicas flores de verdad
que puede haber en una ciudad.
Quiero preguntarle cosas. Muchas cosas.
Me apetece convertirme
en un sabio de ella.
Vamos al camino de la playa.
Allí está la funeraria
en donde enterraron
a mi abuelo y a mi abuela y,
aunque el horno crematorio está en otra parte,
siempre que veo nubes negras
sobre ese edificio
me imagino
que están incinerando cadáveres
y transformándolos
en un viento errante.
Alba se despega de mi bici
para “ir a por la merienda”.
Recoge moras del camino.
Mi abuelo también lo hacía.
Venía hasta aquí con un cesta
y con un saco
y recogía moras y caracoles.
Los caracoles los echaba en barreños
en cuyos bordes
trazaba círculos de sal
para que no pudieran escapar.
Ellos lo intentaban
y entonces parecían casi humanos:
Tocaban con una de sus antenitas la sal
y retrocedían de repente,
doloridos, como cuando tú te pones
a hacerte un huevo frito
y de sopetón te salta el aceite.
Yo lloraba. Le pedí a mi abuelo que los soltara,
que volviera a pegarlos a los postes y a las vallas
del camino de la playa.
Del amor ya no espero nada.
Ahora sé que no existe
ese coche con latas vacías,
atadas al guardabarros,
que al final de las malas películas
indican que por fin los novios
empiezan su verdadera vida.
La vida siempre fue de verdad.
Te lo susurra alguna muerte vivida
o alguna luz
que se desploma inesperadamente.
La cosa es que vas continuando
y antes del punto final
hay muchos puntos y aparte,
a lo mejor lo adviertes
mientras una chica que está a tu lado come moras
y de repente
un viento errante
os azota.