Siempre pienso mucho en él. Pero últimamente, pienso más que mucho en él. Es lo que tiene vivir en donde él vivió; mucha gente lo conocía, mucha gente me saluda solo porque fui (y soy) soy nieto. Este poema no habla, como el de Annie, sobre el fuego; sino sobre el humo. Sobre las personas que son tan largas que siguen existiendo después de haber dejado de existir. Creo que este es el mejor poema que he hecho sobre mi abuelo.
El incendio
Ayer se incendió la fábrica
en donde mi abuelo se pasó
toda la vida trabajando.
Bela me llamó. ¿Estáis bien?
La nube tóxica
había salido en las noticias: Era muy negra
y musculosa.
Si hubiera estado vivo
mi abuelo habría ido
a presenciar el incendio.
Habría ido porque él era un hombre
que nunca había sabido
tratar a las cosas
como si solo fueran cosas:
Hablaba con su coche
mientras le cambiaba el aceite.
Acariciaba los prismáticos
antes de devolverlos a su funda.
Cuando terminaba de zurcir un calcetín,
se llevaba el hilo a la boca para cortarlo con los dientes
y durante un segundo se quedaba así; quieto
con el hilo colgado entre las comisuras,
sonriendo un poco
como si fuera un médico que acaba de salvar
a un niño.
Y no habría acudido solo.
Habrían ido con él todos sus compañeros
de la fábrica.
Con pañuelos sobre la boca y la nariz
respirarían el frío y el humo
como ciervos en un paisaje helado.
Apenas hablarían. Permanecerían detrás del cordón policial
dando paseos cortos,
nerviosos igual que familiares en la sala de espera
de un hospital.
Los bomberos serían cirujanos.
¿Se apagará? ¿Salvarán la fábrica?
Hacia el final,
se pasarían el brazo por los hombros.
En el cristal de cada gafa
una pequeña réplica
del humo y los escombros
de aquello que les había dado un coche
y dos casas
antes de cumplir cuarenta años.
Alguno no aguantaría más
y sería el primero
en frotarse los ojos con las manos.
Quizá ese fuera mi abuelo,
porque él nunca supo tratar a las cosas
como si solo fueran cosas.
Todavía sin hablarse
organizarían los viajes de vuelta en los coches
a partir de viejos recuerdos.
Un minuto. El cuello doblado hacia atrás para echar
el último vistazo.
Porque al fin y al cabo
la música de las cosas perdidas
es la misma la música de la muerte
con el volumen un poco más bajo.
El incendio
Ayer se incendió la fábrica
en donde mi abuelo se pasó
toda la vida trabajando.
Bela me llamó. ¿Estáis bien?
La nube tóxica
había salido en las noticias: Era muy negra
y musculosa.
Si hubiera estado vivo
mi abuelo habría ido
a presenciar el incendio.
Habría ido porque él era un hombre
que nunca había sabido
tratar a las cosas
como si solo fueran cosas:
Hablaba con su coche
mientras le cambiaba el aceite.
Acariciaba los prismáticos
antes de devolverlos a su funda.
Cuando terminaba de zurcir un calcetín,
se llevaba el hilo a la boca para cortarlo con los dientes
y durante un segundo se quedaba así; quieto
con el hilo colgado entre las comisuras,
sonriendo un poco
como si fuera un médico que acaba de salvar
a un niño.
Y no habría acudido solo.
Habrían ido con él todos sus compañeros
de la fábrica.
Con pañuelos sobre la boca y la nariz
respirarían el frío y el humo
como ciervos en un paisaje helado.
Apenas hablarían. Permanecerían detrás del cordón policial
dando paseos cortos,
nerviosos igual que familiares en la sala de espera
de un hospital.
Los bomberos serían cirujanos.
¿Se apagará? ¿Salvarán la fábrica?
Hacia el final,
se pasarían el brazo por los hombros.
En el cristal de cada gafa
una pequeña réplica
del humo y los escombros
de aquello que les había dado un coche
y dos casas
antes de cumplir cuarenta años.
Alguno no aguantaría más
y sería el primero
en frotarse los ojos con las manos.
Quizá ese fuera mi abuelo,
porque él nunca supo tratar a las cosas
como si solo fueran cosas.
Todavía sin hablarse
organizarían los viajes de vuelta en los coches
a partir de viejos recuerdos.
Un minuto. El cuello doblado hacia atrás para echar
el último vistazo.
Porque al fin y al cabo
la música de las cosas perdidas
es la misma la música de la muerte
con el volumen un poco más bajo.