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Una bengala en la noche

El otro día me llamaron
para contarme
que una de las gemelas
se ha suicidado.

No soy capaz
de encarnar
todo el asombro que siento.

Laura está muerta.
Me lo han dicho y solo he podido
pensar en ella durante un segundo.
Después he maldecido a Dios un par de veces
y enseguida
me he metido en la cocina
a silbar
mientras me preparaba la comida.

Ojalá pudiera resumirlo todo
diciendo que la vida de Laura
ha sido breve y resplandeciente
como una bengala en la noche.
Pero no.
Laura tenía el cerebro roto.
Se lo averiaron de tal modo
que lejos de dejarse llevar por un impulso
Estoy convencido
de que se asesinó meticulosamente.

Se ve que aparcó en un descampado
y conectó una manguera al tubo de escape
para que el coche se le inundara
de monóxido de carbono.
‘Muerte dulce’ lo llaman en las películas.
Permitidme el chiste,
al menos, Laura ha tenido una muerte
de cine.

Intento sobrescribir mi estupor
con la primavera que entra por las ventanas.
Sin embargo, hay una cosa
que no logro quitarme de la cabeza:
sin las gemelas
yo no sería la persona que soy ahora.
Yo antes era un animal,
una bestia de tiro
capaz de partir el mundo
mientras lo rastrillaba con su vida.
No entendía lo que era la salud mental.
Repudiaba a los suicidas
y a sus historias de barrio pequeño y triste.
Me negaba a creer que la depresión
deprimía.
Pensaba que las personas
tomaban pastillas
y dejaban de sonreír
porque habían hecho algo mal.

Menos mal
que un día conocí a las gemelas y las quise
a pesar de que nunca paraban
de intentar destruirse.

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