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Demasiada importancia a los lugares

Detesto viajar. Es un coñazo.
No me hace ninguna gracia
decirle adiós a mi casa. Ponerme a doblar
tantas versiones de mí
como días de futura ausencia,
y luego apretujarlas todas
en una maleta.

Antes de echar la llave con fuerza
me pondré a pensar, con el ceño fruncido,
en si habré dejado
suficiente comida
para los gatos.

A su manera,
las persianas se despiden de mí
dejando que se filtre
una luz sin raza, de ciudad. Una luz
hecha de gorriones y de madrugones.

Lo malo de viajar
no es viajar en sí, sino el viaje.
A mí viajar me divierte.
Ver el mar desde el avión.
Notar el tobogán del vértigo en el estómago
durante la ascensión... Coger aviones
es una atracción de feria
para adultos.

Pero prefiero los coches.
Advertir la trepidación
con la que se zampan las carreteras,
poner música y
renovar la certeza
de que los coches son
tal y como los dibujábamos en la infancia;
pequeñas casas con ruedas.

Así que viajar me gusta, pero no me gustan los viajes.
Y no es porque le tenga el más mínimo
afecto al lugar en donde he vivido
y he crecido; lo único que me pasa
es que no creo en los lugares,
ni en los territorios
ni en los países. Lo único que para mí
tiene de especial el sitio donde nací
es que fue aquí
donde me bebí
la copa de mi juventud.

Lo único que necesito de un sitio
es ver algún árbol, notar la sonrisa pequeña de las hormigas
cuando se cuelan
por debajo de las puertas, y que
de vez en cuando
la luz de la luna llena
convierta a las mujeres
con las que paseo
en estatuas de sal.

Nada más. No me interesa ningún territorio, ningún país 
ni ningún lugar,
y solo espero que el mundo
no me obligue a que me interesen nunca.
Espero que enterremos
todas nuestras banderas
antes de que nuestras banderas
nos entierren a nosotros.

P.D. No, no tengo gatos. Pero en este texto los uso como metáfora de todo eso que uno abandona en el hogar cuando se marcha y lo deja pensante, preocupado y rumiando allá donde esté.

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