Me gusta hablar de los muertos.
Repasar sus historias, reactivar
sus anécdotas y sus bromas.
Hablo de mi abuelo
como si intentara trazar letras con
una bengala
en una noche de San Juan.
También me gusta hablar de los desertores, de las mujeres
que se marcharon
arrojando una cerilla encendida,
prendiéndole fuego al bosque
para luego marcharse sonriendo en la noche.
Me gusta sentarme en la primera fila
del cine del pasado y
limpiar recuerdos
como quien se pone a engrasar un revólver.
Siempre que quedo con Rubén
terminamos hablando de mi abuelo
y de su padre muertos.
Rubén desenrolla recuerdos de cómo
le hacía curas a su padre
cuando el cáncer apestaba a cáncer.
No hay tristeza en nuestras conversaciones. Ni siquiera
parecen relatos de muerte,
porque al final
la muerte se convierte, para los vivos,
solo en una historia más que contar.
Es como si su padre y mi abuelo
hubieran terminado de escribir sus novelas
y ahora nosotros pudiéramos manejar
con mayor seguridad
todo lo que nos narraron.
Me gusta hablar de los muertos
pero también de los desertores,
de las mujeres
que se marcharon
arrojando una cerilla encendida,
prendiéndole fuego al bosque
para luego marcharse sonriendo en la noche.
Es sabrosa
esta tiniebla de recordar a Annie.
Su pelo grande, su sonrisa reabastecida
en los espejos, sus enormes tetas...
Su presencia la he convertido sin querer,
por accidente,
en tantos poemas.
Por eso es mejor limpiar los recuerdos,
investigarlos.
Darles el tamaño exacto que merecen,
para darse cuenta
de que los buenos tiempos
pasaron sin ser buenos.
Ahora cada segundo que pasa
es un periódico viejo
que ya no sirve de nada.
El pasado fue hermoso,
pero estaba lleno
de plantas carnívoras,
más hermosas
cuanto más carnívoras.
La última vez que vi a Rubén, después
de que charlásemos de nuestros muertos
y de nuestros desertores, me preguntó
si no volvía a tener ganas
de tener pareja.
Le dije que no.
Ya no.
Porque creo
que no existen
nuevas carreteras,
sino viejos recuerdos
esperando en lugares nuevos.
Repasar sus historias, reactivar
sus anécdotas y sus bromas.
Hablo de mi abuelo
como si intentara trazar letras con
una bengala
en una noche de San Juan.
También me gusta hablar de los desertores, de las mujeres
que se marcharon
arrojando una cerilla encendida,
prendiéndole fuego al bosque
para luego marcharse sonriendo en la noche.
Me gusta sentarme en la primera fila
del cine del pasado y
limpiar recuerdos
como quien se pone a engrasar un revólver.
Siempre que quedo con Rubén
terminamos hablando de mi abuelo
y de su padre muertos.
Rubén desenrolla recuerdos de cómo
le hacía curas a su padre
cuando el cáncer apestaba a cáncer.
No hay tristeza en nuestras conversaciones. Ni siquiera
parecen relatos de muerte,
porque al final
la muerte se convierte, para los vivos,
solo en una historia más que contar.
Es como si su padre y mi abuelo
hubieran terminado de escribir sus novelas
y ahora nosotros pudiéramos manejar
con mayor seguridad
todo lo que nos narraron.
Me gusta hablar de los muertos
pero también de los desertores,
de las mujeres
que se marcharon
arrojando una cerilla encendida,
prendiéndole fuego al bosque
para luego marcharse sonriendo en la noche.
Es sabrosa
esta tiniebla de recordar a Annie.
Su pelo grande, su sonrisa reabastecida
en los espejos, sus enormes tetas...
Su presencia la he convertido sin querer,
por accidente,
en tantos poemas.
Por eso es mejor limpiar los recuerdos,
investigarlos.
Darles el tamaño exacto que merecen,
para darse cuenta
de que los buenos tiempos
pasaron sin ser buenos.
Ahora cada segundo que pasa
es un periódico viejo
que ya no sirve de nada.
El pasado fue hermoso,
pero estaba lleno
de plantas carnívoras,
más hermosas
cuanto más carnívoras.
La última vez que vi a Rubén, después
de que charlásemos de nuestros muertos
y de nuestros desertores, me preguntó
si no volvía a tener ganas
de tener pareja.
Le dije que no.
Ya no.
Porque creo
que no existen
nuevas carreteras,
sino viejos recuerdos
esperando en lugares nuevos.