La ciudad está llena
de gente con el corazón muerto.
En realidad, eso
es bueno.
Nunca tendremos
lo que tuvieron nuestros padres,
porque ellos tampoco lo tuvieron;
todas las familias que conozco
esconden un gran avispero
en el granero.
La ciudad está llena de gente
con un corazón muerto que estuvo
vivo. El mío lo estuvo;
logró vivir una historia
que no duró tanto
y cada vez
creo que duró menos.
Y, sin embargo,
para contarlo hace falta contar de otra manera.
No fueron meses;
fueron muchas líneas de diálogo
en medio de una ciudad
erizada de sonidos y de gentes
que nos daban igual.
No fueron meses;
fue un perro
ladrando a lo lejos
medio triste y medio alegre.
Y mientras el grifo de la cocina imaginaba
ser el segundero
de un tiempo diferente
no supimos darnos cuenta
de que la casa
estaba decorada
con la irrepetible luz
de ser jóvenes.
Creo que íbamos a comprar
tan lejos de casa
para tener más tiempo para hablar.
Una vez
incluso me derramaste encima
la historia del derrame cerebral
de tu madre.
Por eso digo que aquello
no fue un tiempo;
fue un lugar
del que no se sale.
Todavía hoy me quedo dormido
en los mordiscos que nos dimos,
como si todo el mal
y todas las humillaciones que nos infligimos
se hubieran convertido
en distintos estribillos.
A veces sueño
con algo que en verdad es un recuerdo:
Eres un ángel empapado en gasolina
ofreciéndome una caja de cerillas.
La ciudad está llena de gente
con el corazón muerto.
Y a los que todavía
no se les ha muerto el corazón
es porque aún son
perros que continúan persiguiendo,
con la lengua fuera,
el coche de quien les abandonó.