Pocos días después del atentado,
los medios de comunicación
han fabricado tanta información
que ya empiezan a darme igual
los heridos y los muertos.
Lo que no me da igual es el miedo,
el modo en que esta ciudad
ha comenzado a afilar sus relojes.
Cierran los metros pero circulan
las opiniones.
Hay nuevos gestos, nuevas maneras de ser sospechoso
y, por supuesto, todo está lleno
de maletas llenas
con la posibilidad de la muerte.
Después de décadas de afonía
las sirenas de las ambulancias y de la policía
han recuperado la voz
y la capacidad de propagar
el incendio del terror
por los pajares de la ciudadanía.
Como en las mejores campañas de publicidad
las redes sociales han inventado una nueva necesidad;
ahora después de un atentado
te sientes obligado a clicar
sobre un mensaje
para tranquilizar a todos tus contactos:
Estoy bien. Estoy a salvo
de los atentados.
Pero nadie está a salvo
porque el crimen favorito del terror
no es el asesinato, sino
el allanamiento de morada.
La ciudad dice que no tiene miedo
mientras la gente
le pide a sus seres queridos
que tengan cuidado ahí fuera.
Quizá eso sea
porque las ciudades sin miedo
están hechas de gente con miedo.