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El perro

El perro es negro, es fiero, 
es gigante
y qué dientes.

A veces el perro
me mira desde la oscuridad
con sus ojos brillantes.

En otras ocasiones
lo escucho venir detrás de mí.
Cuando aprieto el paso
para alejarme de él
la pierna que me rompí
el pasado año
me sonríe con el ocasional relámpago
que dejan 
las heridas vencidas.

Este maldito perro
mordió hace dos años a mi abuelo
y, sin embargo, sigue por ahí suelto
haciendo de las suyas.
Y ahora encima
la ley prohíbe
echar azufre en las esquinas.

Tengo miedo
y no solo por mí.
Temo que este perro
empiece a perseguir a mi madre,
que empiece a olfatearla,
a mirarla como me mira a mí a veces:
desde la oscuridad y
con los ojos brillantes.

Cuando oigo al perro venir 
en pos de mí
intento auyentarlo, entretenerlo
hablándole
de los poemas y
de las mujeres que vendrán
en el futuro.

Suele funcionar, aunque no es
un método seguro. Cuando funciona
el perro ralentiza
su paso
y aprovecho para
echar a correr sin mirar atrás y
no me detengo hasta alcanzar
la puerta de mi casa.
Introduzco la llave tembloroso, exhausto.
Cierro con fuerza
tras de mí
y aunque los oigo,
sus ladridos atroces
suenan amortiguados
al otro lado
de la pesada puerta.
Respiro aliviado,
pensando entonces
en que al menos,
por un día más,
he escapado del perro.

Pero tengo miedo. Por mí,
por mis amigos,
por mi madre.
Si el perro la mordiera a ella,
como hizo con mi abuelo,
entonces
el siguiente sería yo
y luego otros.

Y luego todos.

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