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Otoño

Septiembre. Se acerca mi cumpleaños.
El verano ya lleva un buen chorro del whisky
del otoño encima.

Al viento le están saliendo los dientes
y los árboles
han comenzado
con su hermosa quimioterapia.

El oleaje se hace más agresivo.
Cuando llego con la bici hasta la playa,
veo las olas tirando del mar
como si quisieran sacar
del mar al mar.

El otoño no tiene sentido
si no eres un niño.
Ya no está ese olor
químico y esperanzador
de los libros nuevos del colegio.
Todo es viejo, sabido.
Ya no hay reencuentros significativos.
Para los adultos el verano
no es ninguna pausa.

La rueda de la vida, repleta de misterio,
solo vuelve a ponerse en marcha de verdad
para los niños.

Ahora todo
se me hace el mismo viaje en barco,
sin escalas,
hacia la vida y la muerte.

Aun así, el otoño
es mi estación favorita.
Me gusta, más que nunca,
cómo la noche lleva sus farolas.
Los charcos. Las mujeres intensificando
gradualmente su ropa
hasta el gran apogeo del invierno.

Algo del otoño
me huracana los sentimientos.
Quizá sea el modo
en que espero la lluvia;
aferrado al marco de la ventana
midiendo con la mirada
la barriga de las nubes
y deseando que llueva
hasta que lo único que importe
sea la lluvia.

Deseo cortes eléctricos. Coches a la deriva.
Casas convertidas en cuevas
con velas encendidas,
como si lo único que pudiera hacerse
en este simulacro de final del mundo
fuera celebrar un cumpleaños.

Algunos, imbuidos por la oscuridad
hasta que el suministro eléctrico
fuera restablecido,
se preguntarían por qué el amor
fue una puerta con el pomo roto.

Y otros, mirando las velas encendidas,
se abrazarían a sus rodillas
y simplemente esperarían
a que pasara esta fuerte lluvia de otoño.

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