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Se marcha el fuego feliz

Se marcha el fuego feliz.

La vejez me viene
por la nieve en las cejas.
Me hago viejo
no siendo pasional.
Ya no muero con las muertes
ni vivo con las vidas.

No voy a los bares.
Apenas salgo.
Me estoy maldiciendo
y ya no le devuelvo la sonrisa
a las muchachas.
Todas me dan igual
porque la vida
es como una peli que ya tengo muy vista.

Antes de asesinarlas (¿recordáis
que les prendí fuego, verdad?), a menudo
iba a buscar a Laura o a Anabel
a la unidad de trastornos alimenticios.

A las 15:00
abrían las puertas y las muchachas salían
calladas, nerviosas y sonriéndoles
a los cables de alta tensión.

Detecté dos tipos de mujeres:
las bulímicas que se han deformado
para que nadie abuse de ellas
y las anoréxicas frágiles y bellas
a las que les han exigido tanto
que han acabado por romper su cuerpo
hasta casi
convertirse en pájaros mojados.

Nunca estarán bien. Nunca se curarán.
Todas
serán siempre
personas en una especie
de libertad condicional.

Me hago viejo. Me hago pesimista.
Pensionista de mis pasados.
Conozco la confusa minería sentimental y
veo cómo se marcha
el fuego feliz de la juventud
mientras las gaviotas gritan por el cielo
como si fueran mujeres acuchilladas en la bañera.
Mi rostro tiene una textura más áspera, menos tersa.
Hay surcos, cráteres. Los años han montado en mi cara
un acné de luna,
unos relieves
que antes no tenía.

Me hago viejo, realista.
Ahora creo que la gente no se cura
y que la vida
es una peli
que ya tengo muy vista.

No guardo fotos.
Nunca sonrío ante las cámaras.
Ya no digo "pa-ta-ta"
porque sé que las fotos
solo caramelizan mentiras.

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